Preparando la nueva revolución

La mayor parte de mis actividades durante los años de reacción, se encaminaron a estudiar la revolución de 1905 y a allanar teóricamente el camino para la próxima.
A poco de llegar al extranjero, emprendí un viaje de conferencias por las colonias de estudiantes y emigrados rusos, con estos dos temas: "La suerte de la revolución rusa (sobre el momento político presente) y "Capitalismo y socialismo" (perspectivas de la revolución social). El estudio del primer tema demostraba que enfocada la revolución rusa con el criterio de la revolución permanente, esta idea aparecía confirmada por las experiencias de 1905. El segundo tema se encaminaba a buscar las relaciones entre la revolución rusa y la mundial.
En Viena, desde el mes de octubre de 1908, publicábamos un periódico ruso con el nombre de Pravda, destinado al gran público obrero. Lo pasábamos a Rusia de contrabando, parte por la frontera de Galizia y parte por el Mar Negro. La publicación duró tres años y medio, y aunque sólo aparecía dos veces al mes, nos imponía un trabajo enorme y fatigoso. Las comunicaciones por debajo de cuerda con Rusia nos robaban mucho tiempo. Además, yo estaba en estrecho contacto con la organización clandestina de los "Marineros del Mar Negro", a quienes ayudaba a hacer su periódico.
Mi principal colaborador en la Pravda era A. A. Joffe, que luego había de hacerse célebre como diplomático con los Soviets. De aquella época de Viena data nuestra amistad. Joffe era hombre de gran espíritu, muy sensible personalmente, y entregado por entero a la causa, que sacrificaba al periódico su tiempo y su dinero. Padecía una enfermedad nerviosa y estaba tratándose por el psicoanálisis con el conocido médico vienés Alfredo Adler, que había empezado siendo discípulo del profesor Freud, y que luego se declaró contra su maestro, fundando una escuela propia de psicología individual. Joffe me inició en los problemas del psicoanálisis, que me fascinaban a pesar de ser éste terreno en que hay mucho de vacilante y de inseguro, y abonado siempre para la fantasía y el capricho. Mi segundo colaborador era Skobdelief, estudiante, que había de ser con el tiempo ministro del Trabajo en el Gabinete Kerensky; en el año 1907 volvimos a encontrarnos frente a frente como enemigos. La secretaría del periódico corrió durante algún tiempo a cargo de Víctor Kopp, hoy embajador de los Soviets en Suecia.
Joffe hubo de trasladarse a Rusia para asuntos del periódico. En Odesa lo apresaron, tuviéronle largo tiempo en la cárcel y luego le mandaron a Siberia, de donde no salió hasta la revolución de febrero de 1917. Joffe fué de los que más activamente intervinieron en el movimiento de Octubre. El valor personal de este hombre, enfermo de gravedad, era verdaderamente admirable. Todavía me parece estar viendo su oronda figura en el campo otofial cerca de San Petersburgo, bajo una lluvia de granadas, en 1919. Vestido atildadamente como un diplomático y con una leve sonrisa, en su cara imperturbable, empujando un bastoncillo, como si se estuviese paseando por la avenida de Unter den Linden, observaba con un aire de curiosidad las granadas que estallaban allí cerca, sin acelerar el paso ni refrenarlo. Era un buen orador, ponderado y animoso, y como escritor mostraba las mismas cualidades. Prestaba atención hasta a los menores detalles, cualquiera que fuese el trabajo que realizaba, lo que no es corriente en muchos revolucionarios. Lenin tenía en mucha estima la labor diplomática de Joffe. Viví muchos años en relación más íntima que nadie con este hombre, que se entregaba a la amistad de un modo íntegro y guardaba una fidelidad incomparable a sus ideas. La vida de Joffe tuvo un fin trágico. Graves enfermedades hereditarias tenían minada su salud. La batida salvaje de los epígonos contra los marxistas le dolía también profundamente. No pudiendo luchar contra su enfermedad, lo cual le incapacitaba a la vez para intervenir activamente en la política, puso fin a su vida en el otoño de 1927. Los agentes de Stalin arrebataron de la mesa de noche la carta que había dejado escrita para mí. Y Iaroslavsky y otros sujetos tan desmoralizados como él, desgajaron, desfiguraron y amañaron a su antojo las líneas escritas para el amigo. Mas no por ello el nombre de Joffe dejará de quedar grabado para siempre y entre los primeros en el libro de la revolución.
En los días más sombríos y turbios de la reacción, esperamos juntos, confiadamente, la nueva revolución que se avecinaba, y la esperamos con aquella faz con que había de presentarse en el año 17. Svertchkof, que era por entonces menchevique y hoy es stalinista, escribe en sus Recuerdos, al hablar de la Pravda de Viena: "Desde este periódico Trotsky seguía defendiendo porfiadamente y con gran obstinación, su antigua idea de la "permanencia" de la revolución rusa; es decir, intentaba demostrar que la revolución, una vez comenzada, no cesaría hasta que echase por tierra el capitalismo y levantase un régimen socialista en el mundo entero. Todo el mundo se reía de él, mencheviques y bolcheviques, echándole en cara su romanticismo, y acusándole de los siete pecados capitales; pero él seguía terne y firme en su criterio, sin hacer el menor caso de los ataques."
En 1909, escribí un artículo para la revista que Rosa Luxemburgo publicaba en Polonia, en el cual caracterizaba del modo siguiente las relaciones mutuas entre el proletariado y la clase campesina: "El cretinismo localista es la maldición histórica de todos los movimientos campesinos. La cerrazón política del aldeano, que en su aldea saquea al terrateniente para adueñarse de la tierra y en cuanto se ve metido dentro del uniforme de soldado dispara sobre los obreros fué el escollo contra el que hubo de estrellarse la primera ola de la revolución rusa de 1905. Y el curso todo de ésta podría considerarse como una lección plástica despiadada de la Historia para llevar al campesino, a martillazos, la conciencia de la relación directa que existe entre su penuria local de tierra y el problema central del Poder público."
Y aludiendo al ejemplo de Finlandia, donde la socialdemocracia había conquistado un ascendiente enorme sobre los pueblos del campo a través del problema de los pequeños colonos, añadía "¡Qué enorme influencia sobre la clase campesina podría ganar nuestro partido, si supiese plantear y encauzar un movimiento de masas incomparablemente más extenso que el actual, en las ciudades y en los pueblos! Naturalmente, siempre que no depusiésemos las armas por miedo a las tentaciones del Poder político que inevitablemente nos pondría en las manos la nueva oleada." ¿Puede decirse de quien así escribía que "ignorase al campesino" o "pasase por alto la cuestión agraria?"
El día 4 de diciembre de 1909, cuando ya la revolución parecía definitivamente liquidada sin dejar lugar a esperanza alguna, yo escribía para la Pravda lo siguiente: "Por entre las negras nubes de la reacción que nos cercan, se atisba ya el resplandor triunfante de un nuevo Octubre." Estas palabras fueron entonces el blanco de las burlas, no sólo de los liberales, sino de los mencheviques, pues les parecían simples frases retóricas, vacía de todo contenido. El profesor Miliukof, al que cabe el honor de haber inventado la palabra "trotskismo", salió a mi encuentro, replicándome: "La idea de la dictadura del proletariado es una idea completamente pueril que nadie en Europa toma en serio." Supongo que los sucesos ocurridos en el año 1917 habrán hecho vacilar un poco el firme convencimiento del profesor liberal.
En los años de la reacción, me dediqué a estudiar el problema de la coyuntura en la industria y el comercio, tanto desde un punto de vista universal, como bajo el ángulo visual de nuestra nación. Me movía un propósito revolucionario, que era señalar la relación de dependencia existente entre las oscilaciones comerciales e industriales, de una parte, y de la otra la fase en que se encontraba el movimiento obrero y revolucionario. En este punto, tuve buen cuidado, como siempre, de no establecer una relación de dependencia automática de la política respecto a la Economía. Existía una relación de interdependencia, que era necesario demostrar por la marcha general del proceso. Al ocurrir en la Bolsa de Nueva York la catástrofe del "Viernes negro", nos encontrábamos todavía veraneando en el pueblecillo bohemio de Hirschberg. Aquella sacudida fué la primera manifestación de una crisis mundial, que necesariamente tenía que afectar también a Rusia, tan trabajada por la guerra ruso-japonesa y por los sucesos de la revolución. ¿Cuáles serían las consecuencias de esta crisis? El punto de vista que prevalecía en el partido, en sus dos fracciones, era que la crisis agudizaría el movimiento revolucionario. Yo no compartía esta opinión. Después de un período de grandes luchas y descalabros, las crisis no actúan sobre la clase obrera como acicate de exaltación, sino de un modo depresivo, quitándole la confianza en sus fuerzas y descomponiéndolas políticamente. En circunstancias tales, sólo un nuevo florecimiento industrial puede mantener en cohesión al proletariado, infundirle vida nueva, devolverle la confianza en sí mismo y ponerlo en condiciones de volver a luchar. Esta perspectiva, que era la mía, tropezaba con la crítica y la desconfianza. Además, los economistas oficiales del partido entendían que aquel auge industrial que yo estimaba necesario, era absolutamente imposible que se diese ante el régimen de la contrarrevolución. Yo, por el contrario, lo creía inevitable y afirmaba que provocaría un nuevo movimiento de huelgas, tras el cual una nueva crisis económica desencadenaría otra vez la lucha revolucionaria. Los hechos vinieron a confirmar plenamente esta previsión. La industria rusa empezó a fortificarse, pese a la contrarrevolución, a partir del año 1910. El movimiento ascensional vino acompañado de una serie de huelgas. El fusilamiento de los obreros de las minas de oro del Lena, en el año 1912, tuvo una resonancia gigantesca en todo el país. En 1914, cuando ya la crisis era innegable, San Petersburgo volvió a presenciar las barricadas obreras. Poincaré, huésped del Zar en vísperas de la guerra, pudo ser testigo de ellas.
Estas experiencias teóricas y políticas habían de prestarme más adelante preciosos servicios. Cuando en el tercer congreso de la Internacional comunista predije que en la Europa de la postguerra se produciría, inevitablemente, un auge económico en el cual germinarían nuevas crisis revolucionarias, tuve enfrente a una aplastante mayoría. Y todavía, en fecha bastante reciente, en el sexto congreso de los "Cominters" hube de acusar a éstos de no haber sabido percibir el cambio de la situación económica y política producida en China, cuando, al ser cruelmente reprimida la revolución, cometieron el error de pensar que ésta seguiría adelante, alentada por la aguda crisis económica del país.
La dialéctica del proceso no tiene en sí nada de complicada. Pero es más fácil formularla en sus rasgos generales que irla descubriendo paso a paso y en vivo, a la vista de la realidad. Todos los días está uno tropezando, en estas cuestiones, con los prejuicios más irreductibles, de donde nacen en política errores de monta y graves consecuencias.
En el modo de apreciar la suerte que aguardaba al menchevismo y los problemas de organización planteados al partido, confieso que la Pravda no llegó nunca a la claridad de un Lenin. Yo esperaba todavía que una nueva revolución obligara a los mencheviques-como en 1905-a abrazar la senda revolucionaria. No sabía apreciar debidamente la importancia que tenía la disciplina ideológica y el endurecimiento político como preparación. En punto al desarrollo interior del partido, cometí el pecado de entregarme a una especie de fatalismo socialrevolucionario. Reconozco que era una posición falsa. Pero con todo, estaba a cien codos por encima de ese fatalismo burocrático y huero en que comulgan la mayoría de los que hoy me combaten desde el campo de la Internacional comunista.
En el año 1912, cuando ya empezaba a dibujarse claramente una nueva línea política ascensional, intenté ver si lográbamos reunir una conferencia en que estuvieran representadas todas las fracciones del partido socialdemócrata. El ejemplo de Rosa Luxemburgo demuestra que, por aquel entonces, la esperanza de reconstituir la unidad de la socialdemocracia rusa no alentaba solamente en mí. He aquí lo que escribía Rosa en el verano de 1911: "A pesar de todos los pesares, todavía conseguiremos salvar la unidad del partido, si obligamos a las dos partes a que convoquen la conferencia conjuntamente." Y en el mes de agosto del mismo año, insistía: "El único modo que hay de salvar la unidad es convocar a una reunión general de representantes enviados de Rusia, pues cuantos allí vivan desean la paz, y la concordia, y son los únicos que pueden hacer entrar en razón a los gallos de pelea que andan por el extranjero."
Hasta entre los propios bolcheviques se manifestaba por entonces una fuerte corriente de reconciliación, y yo no perdía la esperanza de que el propio Lenin, movido por ella, acudiese a la conferencia. Pero lejos de esto, se opuso con todas sus fuerzas a que la fusión que llevase a cabo. Andando el tiempo, los hechos y el modo cómo ocurrieron habían de darle la razón. La conferencia se reunió en Viena en el mes de agosto de 1912, sin que en ella tomasen parte los bolcheviques, y yo hube de entrar en un "bloque" puramente formal con los mencheviques y algunos grupos sueltos de disidentes bolchevistas. Este bloque no tenía la menor base política, pues me hallaba en desacuerdo con los mencheviques en todos los puntos fundamentales. Apenas había terminado la conferencia cuando la lucha se reanudó en los mismos términos de antes. Y no pasaba día sin que surgiese algún conflicto agudo, informado por las dos tendencias profundamente antagónicas que allí se debatían la de la revolución social y la del reformismo democrático.
"De la carta de Trotsky-escribe Axelrod, el 4 de mayo, pocos días antes de reunirse la conferencia-he sacado la impresión, para mí dolorosa, de que no está seria y resueltamente animado del deseo de aliarse a nosotros y a nuestros amigos de Rusia... para dar la batalla unidos contra el enemigo común." En efecto, yo no abrigaba ni podía abrigar la intención de unirme a los menchevistas para librar batalla a su lado contra los bolcheviques. Después de la conferencia, Martof, en una carta dirigida a Axelrod, se quejaba de que Trotsky hacía resucitar de nuevo "las peores mañas del individualismo de literatos de un Lenin y un Plejanof". La correspondencia entre Axelrod y Martof, publicada hace algunos años, atestigua el auténtico odio que los dos abrigaban contra mí. A pesar del abismo que nos separaba, a mí no me animaron jamás contra ellos sentimientos dé esa naturaleza. Y todavía es hoy el día en que guardo un recuerdo agradecido de lo que de los dos aprendí en mi juventud.
Este episodio del "bloque" de agosto no falta en ninguno de los manuales "antitrotskistas" de los epígonos. Quiere presentarse el pasado a los ojos de los catecúmenos y analfabetos como si el bolchevismo hubiera surgido del laboratorio de la Historia armado y equipado de un golpe. La verdad es que la historia de la lucha entre bolcheviques y mencheviques está salpicada de incesantes aspiraciones de unión. Al regresar a Rusia en el año 1917, Lenin hizo todavía un último esfuerzo para llegar a una inteligencia con los mencheviques internacionalistas. En mayo, al volver yo de Norteamérica, la mayoría de las organizaciones socialdemócratas de las provincias estaban formadas por bolcheviques y mencheviques. En una conferencia del partido, celebrada en marzo de 1917, pocos días antes de llegar Lenin, Stalin predicó la unión con el partido de Zeretelli. Y ya había triunfado la revolución de Octubre, cuando Zinovief, Kamenef, Rikof, Lunatcharsky y muchos otros, luchaban desaforadamente porque se fuese a una coalición con los socialrevolucionarios y los mencheviques. ¡Y estos hombres son los mismos que nutren hoy su espíritu con las terribles leyendas de la conferencia de Viena del año 1912!
El Kievskaia Mysl (El Pensamiento de Kief) me brindó con un puesto de corresponsal de guerra en los Balcanes. La oferta me venía muy bien, pues llegó cuando ya la conferencia de Viena había .abortado. Sentía la necesidad de vivir algún tiempo apartado del mundo de los emigrados rusos. Los pocos meses que pasé en la península de los Balcanes fueron meses de guerra, y en ellos aprendí muchas cosas.
En el mes de septiembre de 1912 me puse en camino con dirección al Sudeste, dando la guerra no sólo por probable, sino por inevitable e inminente. Pero cuando me encontré en las calles de Belgrado y vi desfilar aquellos largos cortejos de reservistas, cuando me convencí por mis propios ojos de que no había escape, de que la guerra estaba encima y estallaría de un día a otro, cuando supe que algunos amigos míos estaban ya en la frontera con el arma al brazo, forzados a matar y morir entre los primeros; entonces, la guerra, con que tan llanamente había contado en mis ideas y en mis artículos me pareció imposible, inverosímil. El 18º regimiento de Infantería, al que vi marchar camino de la guerra, con sus uniformes de paño gris, sus alpargatas y sus kepis adornados con ramitas verdes, parecíame un espectro. Las ramitas verdes en la cabeza daban a los soldados-pertrechados para la guerra-todo el aspecto de víctimas consagradas para un sacrificio. Aquellas ramas y aquel pobre calzado de campesinos hacíanse más insoportables a mi conciencia que todas las locuras de la matanza. ¡Cuán lejos están las gentes de hoy de las costumbres y el espíritu del año 1912! Yo sabía ya perfectamente que el punto de vista humanitario y moralizador es el más inofensivo que puede adaptarse frente al proceso de la historia. Pero allí no se trataba ya de predicciones, sino, de hechos vividos. Un sentimiento indescriptible, palpitante, inundaba el alma en presencia de aquella tragedia histórica: la impotencia ante el destino, un terrible dolor a la vista de aquella asolación humana.
A los dos o tres días se declaraba la guerra. "Los que están en Rusia y ven las cosas desde lejos-escribía, comentándolo-, lo saben y lo creen; pero yo, que lo tengo delante, me resisto a dar credito a mis ojos. No encuentro lugar en mi espíritu para conciliar el espectáculo de lo vulgar y lo cotidianamente humano-gallinas, cigarrillos, chicuelos descalzos con las narices llenas de mocos-y el hecho inverosímilmente trágico de la guerra. Sé que ha sido declarada la guerra, que ha comenzado ya; pero aún no me he hecho a creer en ella." No hubo más remedio que rendirse a la evidencia, firmemente y por mucho tiempo.
Los años de 1912 y 1913 me pusieron en íntima relación con Servia, con Bulgaria, con Rumania... y con la guerra. Fué, en muchos respectos, una buena escuela, cuyas enseñanzas habían de serme útiles, no sólo en el 14, sino en el 17. En mis artículos comencé a librar una campaña contra las mentiras de la eslavofilia y del patrioterismo en general, contra la ilusión de la guerra, contra todo aquel sistema científicamente montado y enderezado a engañar la opinión pública. La dirección del periódico tuvo la valentía suficiente para publicar aquellos artículos en que describía las bestialidades de los búlgaros con los turcos heridos y prisioneros y desenmascaraba los manejos de la Prensa rusa, conjurada para ocultarlas. Esta campaña desató una tempestad de indignación en los periódicos liberales. El día 30 de enero de 1913 dirigí a Miliukof desde la Prensa una "interpelación extraparlamentaria" sobre las salvajadas "eslavas" que se cometían contra los turcos. Miliukof, representante jurado de la Bulgaria oficial, viéndose acosado, se defendió balbuciendo no sé qué excusas. La polémica duró unas cuantas semanas, sin que en ella faltasen discretas alusiones de los periódicos gubernamentales, dando a entender que detrás de aquel seudónimo de Antid Oto se ocultaba, no ya un emigrado ruso, sino un agente a sueldo de Austria-Hungría.
El mes que pasé en Rumania me valió el conocer a Dobrudchanu Gherea, y selló para siempre mi amistad con Rakovsky, a quien ya conocía desde 1903.
En vísperas de la guerra rusoturca se presentó en Rumania, "de paso" un revolucionario ruso del siglo pasado; hubo de detenerse allí casualmente algún tiempo, y a los pocos años, aquel ruso, conocido con el nombre de Gherea, conquistaba gran ascendiente entre la intelectualidad rumana primero, y luego entre los obreros avanzados. Para formar la conciencia de los elementos progresivos de la intelectualidad rumana, Gherea valíase principalmente de la crítica literaria, inspirada en criterios sociales. De la estética y la ética individual pasaba luego al socialismo científico. La mayoría de los personajes que componen hoy los partidos políticos de Rumania pasaron en su juventud, más o menos fugazmente, por la escuela marxista de Gherea. Claro que esto no les estorbó para entregarse, en su edad madura, a una política de bandidaje reaccionario.
Ch. G. Rakovsky es una de las figuras más internacionales del movimiento europeo. Búlgaro de nacimiento, pues nació en Kotel, en el corazón de Bulgaria, aunque de nacionalidad rumana por obra y gracia del mapa de los Balcanes, de profesión médico francés, ruso por sus amistades, simpatías y trabajos literarios, Rakovsky domina todas las lenguas balcánicas y habla y escribe cuatro idiomas europeos; tuvo épocas de intervenir activamente en la vida de cuatro partidos socialistas-el búlgaro, el ruso, el francés y el rumano-, fué uno de los caudillos de la Federación de los Soviets, fundador de la Internacional comunista, presidente del Soviet ukraniano de los Comisarios del Pueblo, embajador de la Unión de los Soviets en Inglaterra y Francia, y comparte hoy la suerte de la oposición izquierdista. Era natural que las dotes personales de este hombre: su vasto horizonte internacional y su carácter noble y profundo, le valiesen el odio de Stalin, en quien se personifican las cualidades más opuestas. Rakovsky fué uno de los que, en el año de 1913, fundaron y dirigieron el partido socialista rumano, que había de adherirse más tarde a la Internacional comunista. El partido progresaba. Rakovsky dirigía un periódico diario, que sostenía de su bolsillo. Poseía una pequeña finca heredada en la orilla del Mar Negro, no lejos de Mangalia, cuyos rendimientos dedicaba a sostener el partido socialista rumano y toda una serie de grupos y revolucionarios en otros países. Se pasaba tres días de la semana en Bucarest, escribiendo artículos para el periódico, dirigiendo las secciones del Comité central, hablando en mítines, tomando parte en las manifestaciones de las calles. Al cabo de estos tres días, tomaba el tren y se iba a la finca, cargando con cuerdas, clavos y todo género de objetos por el estilo, salía al campo, vigilaba el trabajo del nuevo tractor y, sin despojarse de la americana, iba corriendo por los surcos detrás de él, y a los pocos días estaba de vuelta, para no perder un mitin o una sesión. Le acompañé en uno de los viajes y me quedé maravillado de la energía incansable y la constante frescura espiritual que desplegaba aquel hombre, atento siempre y afectuoso con las gentes humildes. En las calles de Mangalia, Rakovsky, se liaba a hablar con los colonos y agentes comerciales, y en un espacio de quince minutos saltaba del idioma rumano al turco, de éste al búlgaro, del búlgaro al alemán o al francés, para acabar hablando ruso con cualquiera de los muchos "skopzos" que vivían en aquella comarca. A unos les hablaba como terrateniente, a otros como médico, como búlgaro, como súbdito rumano, y ante todo y sobre todo, como socialista. Viéndole moverse por las calles de aquel pueblecillo marino perezoso, indolente y aislado del mundo, diríase asistir a un milagro. Aquel mismo día por la noche estaba ya otra vez en su puesto de lucha. En todas partes se sentía a gusto y como en su casa, lo mismo en Bucarest que en Sofía, en París, en San Petersburgo o en Kharkof.
Durante la segunda emigración me dediqué a colaborar en los periódicos demócratas rusos. Debuté en el Kievskaia Myst con un extenso artículo acerca del Simplicissimus, que durante algún tiempo-cuando las caricaturas de Th. Th. Heine estaban todavía llenas de intención social-me interesó hasta el punto de repasar atentamente todos los números que iban publicados de la revista. De esta época data también mi conocimiento un poco detenido de la literatura alemana moderna. Hube de escribir un largo ensayo de crítica social sobre el poeta Wedekind, cuyo predicamento en Rusia parecía crecer a medida que descendía el nivel revolucionario.
El Kievskaia Mysl era el periódico de tinte marxista más leído en el Sur. Un periódico como sólo podía darse en Kief, con su industria pobre, su débil movimiento de clases y su fuerte tradición de radicalismo intelectual. Mutatis mutandis, puede afirmarse que aquel periódico radical de Kief debía su nacimiento a los mismos orígenes que habían traído al mundo al Simplicissimus de Mnich. Yo enviaba al periódico artículos sobre los temas más diversos, y a veces los más arriesgados, desde el punto de vista del censor. Muchos de aquellos articulillos suponían un trabajo previo considerable. En un periódico imparcial y legal como aquél, no podía decir, naturalmente, cuanto se me antojaba. Pero nunca dije tampoco más de lo que quise. Las Ediciones del Estado han recogido en varios volúmenes todos aquellos trabajos míos. No tengo por qué retirar nada de ellos. No estará de más advertir que para colaborar en la Prensa burguesa se me había autorizado formalmente por el Comité central, en el que Lenin tenía mayoria.
Ya he dicho que a poco de llegar a Viena nos instalamos a vivir en las afueras de la ciudad. "Hütteldorf me gustó para vivir-escribe mi mujer-. Aquí podíamos tener mejor casa que en el centro, puesto que los hotelitos no solían arrendarse hasta la primavera, y nosotros habríamos de alquilar para el otoño y el invierno. Por las ventanas se veían las montañas, teñidas con el rojo oscuro otoñal. Podía salirse al campo por una puertecita, sin necesidad de pisar la calle. Durante el invierno, los domingos, los vieneses que salían de excursión a la montaña pasaban por delante de nuestra casa con sus eskies y sus bufandas, tocados con gorros y jerseys de colores. En abril, en el preciso instante en que debíamos desalojar la casa para no pagar doble alquiles, florecían en el jardín y detrás de la tapia las violetas, cuyo aroma entraba en el cuarto por la ventana abierta. Allí nació Sergioska. En primavera nos íbamos a vivir al democrático barrio de Sievering.
Los niños hablaban ruso y alemán. En el "Kindergarten" y en la escuela se entendían en alemán, que era el idioma que hablaban también encasa, en sus juegos; pero tan pronto como su padre o yo les hablábamos, empleaban el ruso. Y si nos dirigíamos a ellos en alemán, quedábanse perplejos y nos contestaban en ruso. Ya en los últimos años, se habían hecho al dialecto vienés, y lo hablaban perfectamente.
Les gustaba mucho ir de visita a casa de los de Kliatcho, donde, todos, el cabeza de familia, la señora de la casa y los hijos mayores estaban atentísimos con ellos, les enseñaban la mar de cosas interesantes y les convidaban con magníficas golosinas.
También sentían gran afecto por Riazanof, el conocido investigador marxista. Riazanof, que vivía entonces en Viena, les entusiasmaba con sus heroicidades gimnásticas y con su porte ruidoso y divertido. Recuerdo que una vez estaba el peluquero cortándole el pelo al niño pequeño. Sergioska me hizo seña con el dedo de que me acercase y me dijo al oído: "Dile que me corte el pelo como lo lleva Riazanof." Estaba entusiasmado con la magnífica calva monda de Riazanof'; una calva muy particular, que no se parecía a las demás, sino que era mucho más lucida y hermosa.
Al ingresar Liova en la escuela se planteó el problema de la enseñanza de la religión. Según la ley vigente a la sazón en Austria, los niños menores de catorce años debían ser educados en la religión de sus padres. Como en nuestros papeles no se indicaba religión alguna, elegimos para los niños la enseñanza de la protestante, por entender que. era la religión que mejor podían soportar las espaldas y el alma de un niño. De explicarles las doctrinas de Lutero se encargaba una maestra, fuera de las horas de clase, aunque en la misma escuela. Noté que a Liova le gustaba esta clase, pero en casa no debía de parecerle oportuno hablar del asunto. Una noche, estando ya metido en la cama, le oí mascullar algo, y como le preguntase, respondió: "Es una oración; las hay muy bonitas, ¿sabes?, como poesías."
Mis padres habían empezado a salir al extranjero ya durante mi primera emigración. Estuvieron conmigo en París, y más tarde fueron a visitarnos a Viena, acompañados de nuestra hija mayor, que vivía con ellos en la aldea. En 1910 nos reunimos en Berlín. Ya por entonces se habían resignado al giro de mi vida. Creo que el argumento más poderoso que les decidió fue la publicación de mi primer libro en alemán. Mi madre estaba gravemente enferma de "actinomycosis". Los últimos diez años de su vida tiró por la enfermedad como por una carga más que unir a tantas otras, sin abandonar el trabajo. En Berlín le amputaron un riñón. Tenía sesenta años cuando la operaron, y en los primeros meses experimentó un rejuvenecimiento sorprendente. Fué un caso muy comentado, en el mundo médico. Pero al poco tiempo la enfermedad se reprodujo, y la llevó a la tumba en unos cuantos meses. Murió en Ianovka, donde había llevado su trabajosa vida y criado a sus hijos.
No quedaría completo el gran capítulo de mi época vienesa, si no mencionase aquí a la familia del viejo emigrado S. L. Kliatchko, que se contaba entre nuestros mejores amigos de Viena. La historia de mi segunda emigración hállase íntimamente relacionada con esta familia que era un verdadero hogar de preocupaciones políticas e intelectuales de la más varia especie; en aquella casa se cultivaba música, se hablaban como propios cuatro idiomas europeos y se mantenían relaciones con toda Europa. La muerte del cabeza d familia, Semion Lvovich, ocurrida en abril de 1914, fué un gran golpe para mi mujer y para mí. Tolstoy decía de su hermano Sergei, hombre de gran talento, que sólo le faltaban algunos defectos para llegar a ser un gran artista. Lo mismo podía decirse en otro aspecto de Semion Lvovich; tenía todo lo que hacía falta para ser un formidable político; sólo carecía de los defectos indispensables. La familia de los Kliatchko nos dispensó siempre ayuda y amistad, cosa ambas de las que estábamos con frecuencia necesitados.
Lo que me pagaban por los artículos del periódico de Kief nos hubiera bastado para sostenernos, pues vivíamos muy modestamente. Pero había meses en que la Pravda no me dejaba tiempo para escribir una sola línea de pago, y sobrevenía la crisis. Mi mujer conocía harto bien el camino de la casa de empeños, y mis libros adquiridos en días boyantes, iban poco a poco, uno detrás de otro, a parar a manos del librero de viejo. Llegamos a ver embargado nuestro modesto ajuar para responder de los alquileres atrasados. Teníamos dos niños pequeños y no podíamos sostener una niñera. Los agobios de la vida pesaban doblemente sobre mi mujer. Y sin embargo, todavía le quedaban tiempo y fuerzas para ayudarme en mis tareas revolucionarias.
Una secta rusa.
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