En Moscú

Después de firmada la paz de Brest, perdía toda su importancia política mi salida del Comisariado de Negocios extranjeros. Tchitcherin, que había regresado de Londres, ocupó la vacante que yo dejaba. A Tchitcherin le conocía de antiguo. Era un funcionario diplomático que durante la primera revolución se pasó a las filas de la socialdemocracia con el carácter de menchevique, consagrándose por entero a los "grupos de ayuda" del partido en el extranjero. Al estallar la guerra adoptó una posición radicalmente patriótica, que intentó sostener en una serie numerosa de cartas escritas desde Londres. De estas cartas, una o dos vinieron dirigidas a mí. Sin embargo, se pasó a los internacionalistas con relativa rapidez y fue uno de los colaboradores activos del Nasche Slovo que redactábamos en París. Finalmente, acabó dando con sus huesos en una cárcel inglesa. Reclamé para que fuese puesto en libertad. Como las negociaciones se dilataban, amenacé con tomar represalias contra los ingleses. "No puede negarse-escribe el embajador inglés Buchanan en sus Memorias-que los argumentos de Trotsky encierran, al fin y al cabo, una parte de verdad, pues si nosotros nos creemos autorizados a encarcelar a ciudadanos rusos por hacer propaganda pacifista en un país que desea proseguir la guerra, el mismo derecho tiene él a detener a los súbditos británicos que propagan la continuación de la guerra en un país que quiere la paz." Tchitcherin fue puesto en libertad y regresó a Moscú muy oportunamente. Confié en sus manos el timón diplomático, con un suspiro de satisfacción. No volví a presentarme en el Comisariado. De vez en cuando, Tchitcherin me llamaba por teléfono para asesorarse. Hasta el día 13 de marzo no se notificó mi salida del Comisariado de Negocios extranjeros, coincidiendo con mi designación para el Comisariado de Guerra y para la Presidencia del Consejo superior de Guerra, que acababa de crearse a iniciativa mía.
Lenin conseguía de este modo, indirectamente, lo que pretendía. Se aprovechó de que propuse dimitir a propósito de las diferencias de opinión surgidas respecto a la paz de Brest para llevar a la práctica su primitiva idea, adaptada a las nuevas circunstancias. Como nuestros enemigos habían pasado ya de las conspiraciones al levantamiento de frentes de lucha y de un ejército, Lenin quiso que me pusiese a la cabeza de los asuntos militares. Ahora, se había ganado la adhesión de Sverdlof. Intenté contradecir, pero Lenin me replicó: "¿A quién, si no, quiere usted que pongamos al frente de ese cargo, diga usted?" Reflexioné, y no tuve más remedio que aceptar.
¿Estaba yo realmente preparado para la campaña militar? Evidentemente, no. Ni siquiera había servido en tiempos en el ejército de los zares. Los años de milicia hube de pasarlos en la cárcel, en el destierro y la emigración. El tribunal que me juzgó, en el año de 1906, me condenó a la pérdida de todos los derechos civiles y militares. Había tenido ocasión de estudiar de cerca los asuntos del militarismo durante la guerra de los Balcanes a la que asistí durante algunos meses desde Servia, Bulgaria y Rumania. Pero mi criterio de entonces era un criterio de política general, y no puramente militar. La guerra mundial que luego estalló, puso al desnudo y delante de los ojos de todo el mundo, de los míos entre otros, estos problemas militaristas. Los artículos diarios del Nasche Slovo y la colaboración para el Kievskaia Mysl, me obligaban a ordenar sistemáticamente todas aquellas noticias y observaciones nuevas. Sin embargo, nosotros veíamos la guerra, principalmente, como una continuación de la política, y el ejército como, instrumento suyo. Los problemas militares de técnica y organización, no habían pasado todavía a primer plano. En cambio, me interesaba extraordinariamente la psicología del ejército-la psicología de los cuarteles, de las trincheras, de las batallas, de los hospitales-y esto había de prestarme, más tarde, grandes servicios.
En los Estados parlamentarios ocurre con gran frecuencia que desempeñen la cartera de Guerra abogados y periodistas que apenas han visto el ejército, como yo entonces, más que desde los balcones de la Redacción de un periódico, aunque ella fuese más confortable que la nuestra. Pero la diferencia era manifiesta. En los países capitalistas, no se trata, en sustancia, más que de sostener un ejército ya constituido; es decir, de cubrir políticamente un sistema militar ya arraigado. Lo que nosotros teníamos que hacer era muy distinto. Era barrer cuidadosamente los restos del antiguo ejército y poner en pie, bajo el fuego del enemigo, un ejército completamente nuevo, cuyo esquema era inútil ir a buscar a ningún libro. Teniendo esto en cuenta, se comprenderá fácilmente que yo no aceptase el encargo muy de buena gana y sólo a sabiendas de que no había nadie que pudiera desempeñarlo en debida forma.
No me tenía, ni mucho menos, por un estratega, y condenaba sin miramientos aquella oleada de diletantismo estratégico que se había desatado en el seno del partido al estallar la revolución. Es cierto que hubo cuatro casos-en la campaña contra Denikin, en la defensa de Petrogrado y en la campaña contra Pilsudsky-en que adopté una posición estratégica personal, que hube de defender, unas veces contra el alto mando y otras contra la mayoría del Comité del partido. Pero mi posición estratégica estaba informada en todos los cuatro casos por criterios políticos y económicos, que nada tenía que ver con la pura estrategia militar. Cierto es que los grandes problemas de estrategia no pueden resolverse tampoco de otro modo.
El cambio de mis actividades coincidió con el cambio de residencia del Gobierno. El desplazamiento del centro político a Moscú, era, naturalmente, un gran golpe para Petrogrado. El traslado del Gobierno encontraba una gran oposición, casi unánime. Esta posición estaba personificada en Zinovief, que había sido elegido por aquellos días presidente del Soviet de Petrogrado. Con él estaba Lunatcharsky, que había dimitido unos días después del golpe de Octubre, diciendo que no quería asumir la responsabilidad de la (supuesta) destrucción de la catedral basílica de Moscú y que ahora, reintegrado a su puesto, se resistía a separarse de aquel edificio del Smolny que era el símbolo de la revolución. Otros aducían argumentos menos románticos. El temor principal de la gran mayoría era que esto pudiera causar, una mala impresión a los obreros de la capital. Los enemigos echaron a rodar el rumor de que nos habíamos comprometido con el Káiser a cederle Petrogrado. Yo estaba de acuerdo con Lenin en que el cambio de residencia no sólo garantizaba la seguridad del Gobierno, sino la de la propia capital. La tentación de conquistar el Gobierno a la vez que la capital revolucionaria con un golpe rápido y audaz, tenía que ser grande, lo mismo para Alemania que para los aliados. Ya no era lo mismo tomar a Petrogrado convertido en una ciudad hambrienta sin el Gobierno en su seno. Al fin, pudo vencerse la resistencia. La mayoría del Comité central votó por el cambio de lugar, y el día 12 de marzo (1918), el Gobierno soviético emprendía el viaje hacia Moscú. Para atenuar un poco la sensación de que se degradaba a la capital revolucionaria de Octubre, yo seguí en Petrogrado unos diez días más. El día de mi marcha, la administración de los ferrocarriles me retuvo unas horas en la estación: la campaña de sabotaje empezaba a ceder, pero era todavía bastante fuerte. Llegué a Moscú al día siguiente de ser nombrado Comisario de Guerra.
Aquel Kremlin, con sus murallas medievales y su profusión de cúpulas doradas, parecía una gran paradoja viviente, convertido ahora en la fortaleza de la dictadura revolucionaria. Claro que tampoco el Smolny, antigua institución creada para educar muchachas de la aristocracia, estaba destinado, por su historia ni por sus orígenes, a albergar a los diputados obreros, soldados y campesinos. Hasta el mes de marzo de 1918, yo no había puesto los pies en el Kremlin, ni conocía de todo Moscú más que un solo edificio: la cárcel de Butyrky, en cuya torre hube de pasar seis meses seguidos durante aquel frío invierno del 98 al 99. Para un turista, los monumentos históricos que se guardan en el Kremlin podrán ser objetos de admiración y asombro, lo mismo la torre del Reloj de Iván el Terrible, que el "Palacio de las Facetas". Pero nosotros íbamos a instalarnos en aquel edificio para mucho tiempo. Aquel contacto íntimo y diario entre los dos polos históricos, entre las dos culturas irreconciliables, causaba a la vez asombro y risa. Al cruzar por el pavimento de madera delante del Palacio de Nicolás, ya no podía por menos de mirar de reojo al "Zar de la campana" y al "Zar del cañón". La maciza barbarie moscovita parecía acechar por la boca del cañón y la abertura de la campana. Hamlet hubiera exclamado, desde aquel sitio: "Los tiempos están descoyuntados. ¡Vergüenza y miedo me da haber venido al mundo para arreglarlo!" Pero nosotros no teníamos nada de Hamlets. Era difícil que Lenin concediese a los oradores más de dos minutos para exponer sus puntos de vista, por importante que el asunto fuese. Para detenernos en consideraciones acerca del contraste que se daba de pronto en este país de desarrollo tan atrasado, disponíamos aproximadamente de un minuto o de minuto y medio. El tiempo que empleábamos en volar de una sesión a otra por entre el pasado del Kremlin.
En la "Casa de los Caballeros", que da frente al "Palacio de las Diversiones", vivían antes de la revolución los funcionarios del Kremlin. Todo el piso bajo lo ocupaba el Alto Comandante. Ahora, su vivienda estaba dividida en varios cuartos. En uno de ellos vivía yo, separado por un pasillo de Lenin. El comedor era común a los dos cuartos. La comida que daban entonces en el Kremlin era rematadamente mala. No se comía más que carne salada. La harina y la cebada perlada con que hacían la sopa, estaban mezcladas con arena. Lo único que abundaba, gracias a que no podían exportarlo, era el caviar encarnado. El recuerdo de este inevitable caviar tiñe en mi memoria-y seguramente que no es sólo en la mía-la idea de aquellos primeros años de la revolución.
El juego de campanas que daban las horas en la Torre del Redentor fué cambiado. Ahora, en vez del "Dios guarde al Zar", tocaban, lenta y recogidamente, la "Internacional", al dar los cuartos de hora. El paso de automóviles cruzaba por entre un túnel abovedado debajo de la Torre del Redentor. Encima del túnel había una hornacina con una imagen antigua de no sé qué santo, detrás de un cristal roto. Delante de la imagen una lamparilla, extinguida desde hacía ya la mar de tiempo. Al salir del Kremlin, la mirada tropezaba muchas veces con la imagen, a la par que llegaban al oído, desde lo alto, los sones de la "Internacional". En lo alto de la torre, con su campana, erguíase, como en los viejos tiempos, el águila bicéfala pintada de oro. No le habían quitado más que la corona. Yo propuse que pusiesen el martillo y la hoz encima del águila, para que los nuevos tiempos campeasen también en lo alto de la Torre del Redentor. Pero no había tiempo para detenerse en estas cosas.
Me cruzaba con Lenin en el pasillo diez veces al día, y además nos veíamos a cada rato, para tratar de esta o aquella cuestión; solíamos invertir en estas visitas unos diez minutos, o a veces quince, lo cual era para los dos, en aquellos días, una cantidad de tiempo muy considerable. En esta época, Lenin estaba la mar de hablador, para lo que él acostumbraba, se entiende. A cada paso surgían ante nosotros problemas nuevos, se abría un mundo de cosas ignoradas, había que orientarse y orientar a los demás ante aquel panorama desconocido. No había, pues, más remedio que estarse remontando constantemente de lo concreto a lo general, y viceversa. La nubecilla de las divergencias producidas con ocasión de Brest-Litovsk iba disipándose sin dejar rastro. La actitud de Lenin hacia mí y hacia las personas de mi familia, era extraordinariamente atenta y cordial. Muchas veces, pescaba a los muchachos en el pasillo y se ponía a jugar con ellos.
Mi despacho estaba amueblado con muebles de abedul de Carelia. Encima de la chimenea, un reloj puesto bajo la advocación de Amor y Psique, daba las horas con su vocecilla de plata. Para trabajar, todo aquello no podía ser más incómodo. Los sillones despedían todos un olor lamentable de holgazanería señorial. Yo me resignaba a tomar también aquel cuarto como una consecuencia secundaria y accidental del cambio, con tanta mayor razón cuanto que en los primeros años sólo lo utilizaba para pernoctar en las breves escapadas que hacía desde el frente a Moscú.
Creo que fué al día siguiente de llegar yo de Petrogrado cuando tuve una conversación con Lenin, de pie los dos entre los muebles de abedul de Carelia. Amor y Psique nos interrumpían de vez en cuando con sus sones cantarinos y argénteos. Nos miramos, como si los dos nos hubiésemos sorprendido pensando lo mismo: atrincherado en aquel rincón, nos acechaba el pasado. Cercados de pasado por todas partes, nos pusimos a hablar sin guardarle el menor respeto, aunque también, cierto es, sin la menor animadversión; únicamente con un poco de ironía. Sería falso afirmar que nos hubiéramos llegado a adaptar a aquel ambiente del Kremlin; en las condiciones en que vivíamos, había demasiado dinamismo y poco tiempo sobrante para "adaptarse". Mirábamos al ambiente un poco de reojo y echábamos alguna que otra guiñada, irónica y animadora, a Amor y Psique, como diciendo: ¿Qué, no contabais con nosotros, eh? ¡Pues no tenéis más remedio que iros acostumbrando! Como se ve, lo que hacíamos era adaptar el ambiente a nosotros.
El personal subalterno de la casa no se movió del sitio. Nos recibió con cierto desasosiego. El régimen imperante aquí había sido bastante severo; una especie de servidumbre de la gleba, en que la colocación pasaba de padre a hijos. Entre los innumerables lacayos y servidores del Kremlin, había no pocos ancianos que habían conocido a varios emperadores. Uno de ellos, un viejecillo de cara afeitada, llamado Stupichin, había sido en tiempos el terror de la servidumbre. Ahora, los más jóvenes le trataban de una manera especial, en que se mezclaban el respeto antiguo y el gesto retador de los nuevos tiempos. No se le veía parado nunca; se deslizaba incansable por los pasillos, poniendo los sillones en su sitio, limpiando el polvo, manteniendo intangible la apariencia del antiguo esplendor. A medio día, nos servían una sopa desleída y una papilla de, avena con la cáscara y todo en los platos de palacio adornados con el águila imperial. -¡Mira, mira!, ¿qué hace?, decíale Sergioska a su madre al oído, apuntando para el viejo, que flotaba como una sombra entre los sillones, volviendo los platos, ora en una, ora en otra dirección. Fué Sergioska quien lo adivinó: el águila bicéfala grabada al borde del plato debía quedar en el centro, dando frente al comensal.
-¿Se ha fijado usted en el viejo Stupichin?-le pregunté un día a Lenin.
-¡Tiene uno que fijarse en él por fuerza!-me contestó Lenin, con indulgente ironía.
A veces, le daban a uno pena estos pobres viejos arrancados con sus raíces al pasado a que pertenecían. Stupichin no tardó en sentir una gran simpatía por Lenin, y cuando éste hubo de trasladarse a otro edificio, más próximo al Soviet de los Comisarios del Pueblo, desplazó la simpatía a mi mujer y a mí, pues comprendió que nosotros sabíamos apreciar, también el orden y que estimábamos sus beneméritos esfuerzos.
Al personal de servicio lo licenciamos en seguida. Los más jóvenes se adaptaron rápidamente al nuevo orden de cosas. Stupichin no quiso pasar a la reserva. Se quedó de vigilante en el gran Palacio, convertido en museo, y de vez en cuando se daba una vuelta por la "Casa de los Caballeros" a "preguntar". Más tarde, durante los congresos y conferencias del partido, Stupichin estaba de guardia en el Palacio, delante de la Sala de San Andrés. En torno a él volvía a reinar el orden y él seguía rindiendo los mismos servicios que en las recepciones de los Zares y los Grandes príncipes con la diferencia de que ahora se trataba de la Internacional comunista. En este sentido, compartía la suerte de las campanas de la Torre del Salvador, que habían tenido que pasarse del himno al Zar a la música de la Internacional. El pobre viejo se murió lentamente en el hospital en el año 1926. Mí mujer le mandó algunos pequeños obsequios que le hacían llorar de emoción.
El Moscú soviético nos recibió en medio de un verdadero caos. Resultaba que en esta capital existía otro Soviet de Comisarios del pueblo presidido por el historiador Pokrovski, el hombre menos indicado seguramente en el mundo entero para desempeñar esta misión. Las atribuciones de este Soviet se extendían a la zona de Moscú, cuyas fronteras nadie sabía trazar. A su jurisdicción pertenecía, en el Norte, el de Arcángel, y en el Sur el de Kursk. De modo que en Moscú levantaba la cabeza un Gobierno cuyos poderes-poderes harto problemáticos, es verdad-abarcaban una gran parte del territorio de los Soviets. La pugna histórica entre Petrogrado y Moscú sobrevivía a la revolución de Octubre. Moscú había sido en tiempos, una aldea grande, Petrogrado una ciudad. Moscú era la sede de los terratenientes y mercaderes, San Petersburgo la ciudad de la burocracia y la milicia. Moscú pasaba por ser un pueblo auténticamente ruso, eslavófilo, hospitalario, el corazón del país; San Petersburgo era la incolora ciudad europea, el cerebro burocrático y egoísta de la nación. Moscú convirtiese en el centro de la industria textil, en Petrogrado se concentró la industria metalúrgica. Los literatos se encargaban luego de exagerar líricamente las diferencias reales. Estas diferencias saltaron a nuestros ojos en seguida. Tampoco los bolcheviques nacidos en Moscú habían conseguido liberarse del patriotismo de campanario. Para reglamentar las relaciones entre nuestro Soviet y el de Moscú, nombrose una Comisión presidida por mí. Fué una ocupación curiosísima. Nos pusimos a deslindar pacientemente los comisariados territoriales, separando todo lo que debía pertenecer a la competencia del Poder central. Conforme íbamos avanzando en estas tareas, llegábamos a la conclusión de que el Gobierno de Moscú no respondía a ninguna necesidad. Pronto los propios moscovitas reconocieron la de que su Soviet de Comisarios del pueblo se disolviese.
El período de Moscú volvió a ser, por segunda vez en la historia de Rusia, un período de aglutinación de Estados y creación de los organismos necesarios para su administración. Lenin, impaciente e irónico, y a veces hasta con burlas, rechazaba a todos aquellos que pretendían seguir contestando a todas las cuestiones con fórmulas propagandistas de carácter general. "Pero, hombre, ¿cree usted que estamos en el Smolny?", eran las palabras con que solía recibir tales fórmulas, con una mezcla de cólera y de bondad. "¡Eso huele terriblemente a Smolny!", exclamaba muchas veces, interrumpiendo a los oradores que no se atenían al asunto. "Tranquilícese usted, se lo ruego-decía otras veces-, que ya no estamos en el Smolny; de entonces acá, hemos andado ya un buen trecho." Lenin no se paraba nunca en barras para zarandear el pasado, siempre que se tratase de preparar el porvenir. En esto, íbamos también de la mano. Lenin era muy puntual. Yo quizá llevase la puntualidad a extremos, de pedantería. Empezamos a librar una campaña incansable contra los descuidados y los tardones. Yo dicté penas muy severas contra los retrasos y la falta de puntualidad en la apertura de las sesiones: poco a poco, el caos iba cediendo el puesto al orden.
Antes de ir a la sesión, cuando en ella hubiera de tratarse un problema fundamental o de esos a que los conflictos de competencias daban una importancia especial, Lenin me insistía por teléfono para que me informase de la cuestión que se iba a tratar. Todo lo que se ha escrito y se escribe acerca de mis diferencias de parecer con Lenin, está lleno de falsedades y mentiras. Claro está que no estábamos de acuerdo siempre ni en todo. Pero lo más frecuente, con mucho, era que llegásemos a idénticas conclusiones, bien fuese previo un cambio de impresiones por teléfono o sin previa deliberación, cada cual por su cuenta. En los casos en que formábamos los dos el mismo parecer sobre un asunto, ni él ni yo dudábamos de que el acuerdo prevalecería en la sesión. Si ocurría que Lenin, por cualquier razón, temía que alguien hiciese una oposición seria a sus planes, me avisaba por teléfono: "No deje usted de acudir, en modo alguno, a la sesión; le concederé a usted la palabra el primero." Yo hablaba durante algunos minutos; mientras yo hablaba, Lenin comentaba: "¡Exacto!", y con esto quedaba poco menos que decidida la cuestión. No porque los demás no se atreviesen a manifestarse contra nosotros. En aquellos tiempos, estábamos muy lejos de esta ciega sumisión de hoy a la autoridad ni del asqueroso temor a comprometerse por hablar o votar imprudentemente. Cuanto más reducido el servilismo burocrático, tanto más grande es la autoridad de un director. Cuando yo no estaba conforme con Lenin, se producía un debate acalorado incluso violento, como más de una vez ocurrió. En caso de coincidencia entre nosotros, las deliberaciones eran siempre rápidas. Si antes de ir a la sesión, no habíamos podido ponernos de acuerdo, nos pasábamos unas esquelitas en el curso de ella. Si por este medio las dificultades no se allanaban, Lenin encauzaba la cosa de modo que se aplazase la solución del asunto. La esquela en que se ponía de manifiesto la opinión contraria iba escrita, a veces, en tono de broma; en estos casos, Lenin, al leerla, echaba para atrás todo el cuerpo. Soltaba la risa al menor pretexto, sobre todo cuando estaba cansado. Era en él un rasgo infantil, pues este hombre, a quien nadie podía ganar en virilidad, tenía mucho de niño. Yo le observaba con gesto de triunfo, viéndole luchar contra un ataque de risa, al paso que seguía dirigiendo severamente el debate. En casos tales, la tensión hacía que resaltasen sus pómulos más que de ordinario.
El Comisariado de Guerra, en que se concentraban, no sólo mis trabajos militares, sino también los del partido, los de escritor y todos los demás, estaba situado fuera del Kremlin. En la "Casa de los Caballeros" no teníamos ya más que la vivienda. Aquí no iba a visitarnos nadie. Los que tenían que tratar conmigo de algún asunto iban a verme al Comisariado. Lo que se llama "ir de visita" a nadie podía pasársela por las mientes, pues todo el mundos sabía cómo andábamos de ocupados. Hacia las cinco volvíamos del despacho. Hacia las siete, ya estaba yo otra vez en el Comisariado, para asistir a las sesiones de la noche. Cuando ya la revolución se hubo consolidado, es decir, mucho más tarde, pude dedicar las horas de la noche a trabajos teóricos y a escribir.
Mi mujer trabajaba en el Comisariado de Instrucción publica, donde tenía a su cargo la dirección de los Museos, monumentos históricos, etc. Le cupo en suerte defender bajo 1,as condiciones de vida de la guerra civil los monumentos del pasado. Y por cierto qué no era empresa fácil. Ni las tropas blancas ni las rojas, sentían gran inclinación a preocuparse del valor histórico de las catedrales de las provincias ni de las iglesias antiguas. Esto daba origen a frecuentes conflictos entre el Ministerio de la Guerra y la dirección de los Museos. Los encargados de proteger los palacios y las iglesias echaban en cara a las tropas su falta de respeto a la cultura; los comisarios de guerra reprochaban a los protectores de los monumentos de arte el dar más importancia a objetos muertos que a hombres vivientes. El caso era que, formalmente, yo tenía que estarme a cada paso debatiendo en el terreno oficial con mi propia mujer. Este tema ha dado lugar a buen número de chistes y de bromas.
Con Lenin me entendía ahora siempre por teléfono. Mis llamadas y las suyas eran frecuentes y versaban sobre los asuntos más diversos. Los diferentes departamentos le agobiaban con sus quejas contra el ejército rojo. Lenin me llamaba inmediatamente por teléfono. A los cinco minutos, volvía a preguntarme: "¿Quiere usted conocer al candidato designado para ocupar el Comisariado de Agricultura y darme su juicio?" Al cabo de una hora, le interesaba saber si seguía de cerca la polémica teórica entablada acerca de la cultura proletaria, y quería terciar en ella para salirle al paso a Bujarin. En seguida, venía otra pregunta: "¿No podría el Comisariado de Guerra dejar libres unos cuantos camiones en el frente Sur, para transportar víveres a las estaciones?" Y no pasaba media hora, cuando volvía a llamar para informarse de si estaba al tanto de las diferencias que existían en el partido comunista sueco. Y así todos los días que yo pasaba, en Moscú.
A partir del momento en que se inició el ataque alemán, cambió la actitud de los franceses, a lo menos la de la parte más cuerda que tuvo que comprender la estupidez que era hablar de nuestros convenios secretos con los Hohenzollers. Con menos claridad, hubieron de comprender también que nos era imposible llevar adelante la guerra. Hasta había algunos oficiales franceses que nos acuciaba a firmar cuanto antes, la paz, para ganar tiempo: el que con más calor defendía esta idea era un agente francés, aristócrata, y realista, con un ojo de cristal, que me brindó sus servicios para cualesquiera diligencias, por peligrosas que ellas fuesen.
El General Lavergne, sucesor de Niessel, me dió, en términos cautelosos y un tanto lisonjeros, una serie de consejos que no me sirvieron de nada, pero que no eran mal intencionados, a lo menos en cuanto a la forma. A juzgar por sus palabras, el Gobierno francés se allanaba ya como ante un hecho consumado a la paz de Brest-Litovsk, y estaba dispuesto a prestarnos ayuda desinteresada para la organización del nuevo ejército. Se ofreció a poner, a mi disposición los oficiales de la numerosa Misión militar francesa que retornaba de Rumania. Dos de ellos, un Comandante y un Capitán, fueron a alojarse frente al Comisariado de Guerra, para que yo los tuviese constantemente a mano. Confieso que yo les reconocía más competencia en materia de espionaje que en asuntos militares. Me enviaron una serie de informes escritos, que en el tropel de trabajo de aquellos días no me quedó tiempo para leer.
Entre los episodios de aquel breve "armisticio", se cuenta el de la recepción de las Misiones militares de la Entente, en el Comisariado. Había la mar de ellas, y todas tenían una composición numerosa. Un día, se presentaron en mi despacho, que era bastante reducido, como unos veinte hombres. Lavergne me los fué presentando. Algunos tenían para mí unas palabras amables. El que más se destacó fué un General italiano todo desmadejado, que me felicitó por haber conseguido limpiar a Moscú de bandidos.
-Ahora-me dijo, con una sonrisa encantadora-ya se puede vivir en Moscú con la misma tranquilidad que en cualquier otra capital del mundo.
Aquello me parecía un poco exagerado. Estábamos allí reunidos y no se nos ocurría nada. Los invitados no se decidían a levantarse y tomar la puerta. Y yo no acertaba tampoco a buscar el modo de deshacerme de ellos. Por fin, vino a sacarnos de apuros el General Lavergne, preguntándome si no tenía nada que oponer a que los representantes militares no siguiesen robándome el tiempo. Le contesté que, a pesar de lo doloroso que me era tener que separarme de una compañía tan insigne, no me atrevía a contradecir. Todos hemos pisado en la vida por escenas que luego no podemos evocar sin una pequeña sonrisa de vergüenza. Una de estas escenas fué, en mi vida, la visita de las Comisiones militares de la Entente.
Los trabajos militares seguían ocupando, y cada vez más, la parte principal de mi tiempo, pues no en vano tenía yo mismo que empezar por el Abc. En punto a la técnica y a la estrategia, parecióme que mi misión consistía en poner a personas adecuadas en su adecuado lugar y brindarles la posibilidad de demostrar lo que valían. La labor política y de organización coincidía en un todo con la labor de partido. Era la única manera de que sacásemos la cosa adelante.
Entre los laboriosos peones del partido a quienes me encontré en el departamento de Guerra, estaba Sklianski, un médico militar. A pesar de su juventud-entonces, en 1918, apenas tendría veintiséis años-se distinguía por su espíritu objetivo y sobrio, por su tenacidad y por un gran talento para valorar certeramente los hombres y las circunstancias, que son las cualidades que hacen al administrador. Después de cambiar impresiones con Sverdlof y insustituíble en tales ocasiones, nombré a Sklianski para que me representase en mis ausencias como Vicecomisario. No tuve motivo para arrepentirme de la elección. El puesto de Vicecomisario era de una gran responsabilidad, pues yo pasaba la mayor parte del tiempo en los frentes de combate. Sklianski se encargaba de presidir, en mi ausencia, el Consejo revolucionario de guerra y de dirigir los asuntos del Comisariado, que consistían principalmente en aprovisionar los frentes; más adelante, figuró como representante del departamento de Guerra en el Soviet de la Defensa nacional presidido por Lenin. Si hay alguien a quien pueda compararse con aquel Lázaro Carnot de la Revolución francesa, es Sklianski, siempre puntual, infatigable, alerta, siempre al corriente de las cosas. La mayoría de las órdenes que salían del departamento de Guerra llevaban su firma. Y como estas órdenes aparecían en los órganos centrales de la Prensa y en los periódicos locales, por todas partes sonaba el nombre de Sklianski. Como todos los administradores severos y enérgicos, estaba lleno de enemigos. Su juventud brillante y su talento irritaban a no pocas venerables mediocridades'. Stalin, siempre entre bastidores, procuraba clavarle el aguijón de vez en cuando. Sklianski era el blanco de muchos, ataques secretos, principalmente en mi ausencia. Lenin, que le conocía perfectamente del Soviet de la Defensa, se interponía como una montaña entre él y sus detractores. "Es un magnífico trabajador-decía, una vez y otra, sin cansarse de repetirlo-, un trabajador excelente." Sklianski no se ocupaba de estas intrigas; seguía trabajando: se hacía cargo de los dictámenes de los intendentes; se informaba cerca de la industria; calculaba las existencias que había de municiones, de que andábamos siempre escasos; sin soltar el pitillo de la mano, sostenía las conferencias telefónicas por las líneas directas; mandaba llamar a los jefes a la oficina y reunía las informaciones necesarias para el Soviet de la Defensa nacional. A cualquier hora que uno llamase por teléfono, a las dos, a las tres de la mañana, estaba seguro de encontrarle en el Comisariado, sentado a la mesa trabajando.-¿Cuándo duerme usted?-le pregunté un día. Me contestó con no sé qué broma.
Tengo la satisfacción de pensar que en el departamento de Guerra no se conocían aquellas afinidades y aquellos pandillajes personales que tan caro pagaban los otros Comisariados. El carácter y la fuerte tensión de nuestros trabajos, la autoridad de la dirección, la acertada elección de personas, exenta de todo nepotismo y de todo miramiento, el espíritu de recia lealtad que allí reinaba; todo esto, aseguraba el impecable funcionamiento de aquel complicado mecanismo, bastante desordenado y no poco vario, en punto, a las personas que lo componían. Y ello debíase en buena parte al talento de Sklianski.
La guerra civil me impedía tomar parte en los trabajos del Consejo de los Comisarios del pueblo. Pasaba los días en el vagón del ferrocarril o en el automóvil. Aquellos viajes que duraban semanas y meses enteros, me obligaban a alejarme demasiado de los asuntos del Gobierno, para que durante el poco tiempo que pasaba en Moscú me fuera dado intervenir en su tramitación. Sin embargo, las cuestiones más importantes corrían a cargó del "Buró político". A veces, tenía que presentarme en Moscú, requerido por Lenin, exclusivamente para asistir a una sesión del "Politburó", cuando no era yo el que acudía del frente con una serie de problemas fundamentales, avisando por medio de Sverdlof que convocasen a una sesión extraordinaria de aquel organismo. Durante estos años, mi correspondencia con Lenin versó muy principalmente sobre las incidencias de las guerras civiles: breves esquelas o largos telegramas completaban muchas veces los informes que los habían precedido o abrían el camino a los que seguirían. A pesar de su sobria concisión, estos documentos dan una idea de las relaciones reales que imperaban en el grupo dirigente de los bolcheviques. Espero que pronto podré dar a la publicidad esta extensa correspondencia, acompañada de los oportunos comentarios. Será una refutación aniquiladora de la historia que enseñan en la escuela de Stalin.
Cuando a Wilson, entre otras utopías profesorales sin fuerza ni sentido, se le ocurrió la de convocar una conferencia armonizadora entre todos los Gobiernos de Rusia, Lenin me envió al frente Sur-con fecha de 24 de febrero-un telegrama cifrado que decía: "Wilson propone negociaciones de paz e invita a todos los Gobiernos de Rusia a una conferencia... Seguramente que será a usted a quien mandemos." Como se ve, las diferencias episódicas de la época de Brest-Litovsk no eran obstáculo para que Lenin volviera a acudir a mí apenas se ofrecía una misión diplomática de importancia, a pesar de que en aquella época yo estaba completamente entregado a los trabajos militares. Es sabido que la apaciguadora iniciativa de Wilson se quedó en nada, ni más ni menos que todos sus otros planes, de modo que no hubo necesidad de mandar a nadie.
¿Qué pensaba Lenin de mi labor en el departamento de Guerra? Acerca de esto, hay cientos de testimonios del propio Lenin, pero me limitaré a traer aquí uno que relata muy plásticamente Máximo Gorky:
Dando un puñetazo en la mesa, dijo (Lenin) "¡Y bien, cítenme ustedes el hombre que sea capaz de levantar, en plazo de un año, un ejército casi modelo y que, además, haya conseguido conquistarse el respeto de los especialistas militares! ¡Pues nosotros lo tenemos! ¡Nosotros lo tenemos todo! ¡Y hemos de hacer maravillas!"
Fué la misma conversación en que Lenin, siempre según el testimonio de Gorky, dijo: "Ya sé, ya sé. Ya sé que corren por ahí muchas mentiras acerca de mis relaciones con él. Se miente mucho, y por lo visto con gran predilección tratándose de Trotsky y de mí." ¿Qué diría Lenin hoy, en que las mentiras acerca de nuestras relaciones, saltando por encima de todos los hechos, todos los documentos y toda lógica, se han convertido en la religión oficial del Estado?
Ya he dicho que para negarme a aceptar el Comisariado de asuntos interiores al día siguiente de subir al Poder, apelé entre otras cosas, a la cuestión de raza. Se pensará que esta cuestión debiera originar en los asuntos de guerra mayores dificultades que en la administración civil. Pero Lenin tenía razón. Durante la época ascensional de la revolución, nadie dió importancia a este aspecto. Aunque los blancos intentaron sembrar la pasión antisemítica en su campaña de agitación para corromper al Ejército rojo, no consiguieron nada. De ello ofrece pruebas sobradas la propia Prensa de los blancos. En los Archivos de la revolución rusa que se publicaban en Berlín, uno de sus autores refiere la siguiente anécdota, que es bien característica: "Un cosaco que había venido a vernos y a quien alguien quiso ofender de propósito, diciéndole que estaba al servicio y tomaba las armas bajo las órdenes de un judío, Trotsky, replicó muy excitado y con acento de gran convicción: ¡No es verdad!... ¡Trotsky no es judío! ¡Trotsky es un luchador!... Es de los nuestros... Es un ruso... Lenin, sí; Lenin es comunista... es judío; pero Trotsky es de los nuestros... Un luchador... Un ruso... ¡De los nuestros!"
Este tema aparece también en la Caballería roja, de Babel, uno de nuestros escritores jóvenes de mayor talento. No se me empezó a velar en cara la raza hasta que no se desató la campaña contra mí. El antisemitismo alzó la cabeza a la vez que el antitrotskismo. Y los dos se nutren de la misma sustancia, que es la reacción pequeñoburguesa contra nuestro Octubre.
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