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León Trotsky

 

HISTORIA DE LA REVOLUCION RUSA

Tomo II

 

 

Capitulo XIV

La última coalición

 

 

Fiel a su tradición de no resistir a ningún empuje serio, el gobierno provisional, corno ya hemos visto, se desmoronó en la noche del 26 de agosto. Salieron de él los kadetes para facilitar la labor de Kornílov. Salieron los socialistas para facilitar la labor de Kerenski. Apuntó una nueva crisis de poder. Se planteó, ante todo, el problema del propio Kerenski: el jefe del gobierno resultaba ser uno de los cómplices del complot. La indignación contra él era tan grande, que los jefes conciliadores, al mentar su nombre, recurrían al vocabulario bolchevista. Chernov, que acababa de saltar del tren ministerial a toda marcha, hablaba en el órgano central de su partido, de la "confusión existente, gracias a la cual es difícil comprender dónde acaba Kornílov y empiezan Filonenko y Savinkov, dónde acaba Savinkov y empieza el gobierno provisional como tal". La alusión era suficientemente clara: el "gobierno provisional, como tal", no era otra cosa que Kerenski, que pertenecía al mismo partido que Chernov.

Pero los conciliadores, después de desahogarse con unas cuantas expresiones fuertes, resolvieron que no podían pasarse sin Kerenski. Si se oponían a que éste amnistiara a Kornílov, apresurábanse, por su parte, a amnistiar a Kerenski. Este, en compensación, accedió a hacer concesiones por lo que se refería a la forma de gobierno de Rusia. Todavía la víspera se estimaba que sólo la asamblea constituyente podía resolver esta cuestión. Ahora se daba por completo de lado a los obstáculos jurídicos. En la declaración del gobierno, se explicaba la destitución de Kornílov por la necesidad de "salvar a la patria, la libertad y el régimen republicano". La concesión puramente verbal y, además, rezagada, que se hacía a la izquierda, no reforzaba en lo más mínimo, ni que decir tiene, la autoridad del poder, tanto más, cuanto que el propio Kornílov se declaraba también republicano.

El 30 de agosto, Kerenski se vio obligado a despedir a Savinkov, que, pocos días más tarde, fue incluso expulsado del partido de los socialrevolucionarios, que por tanto todo pasaba. Mas para el cargo de general gobernador, se nombró a Palchinski, hombre que allá se iba políticamente con Savinkov y que empezó por suspender el dinero de los bolcheviques. Los Comités ejecutivos protestaron. Las Izvestia calificaron al acto de "provocación grosera". Hubo que retirar a Palchinski a los tres días. El hecho de que ya el día 31 formase Kerenski un nuevo gobierno, con intervención de los kadetes en el mismo, demuestra cuán poco dispuesto estaba a cambiar el curso de su política. Ni los mismos socialrevolucionarios pudieron seguirle por ese camino y amenazaron con retira a sus representantes. Tsereteli encontró una nueva receta para el poder: "Conservar la idea de la coalición y barrer todos los elementos que representen una carga pesada para el gobierno." La idea de la coalición se ha reforzado -hacía coro Skobelev-, pero en el gobierno no puede haber sitio para el partido que estaba ligado al complot de Kornílov. Kerenski no estaba de acuerdo con esta limitación, y no le faltaba razón a su modo.

La coalición con la burguesía, aunque era con exclusión del partido burgués dirigente, era a todas luces absurda. Así lo indicó Kámenev, que en la sesión de ambos Comités ejecutivos, con el tono de exhortación que le era peculiar, sacó las conclusiones de los acontecimientos recientes. "Queréis impulsarnos a un camino aún más peligroso, de coalición con grupos irresponsables. Pero os habéis olvidado de la coalición formada y consolidada por los graves acontecimientos de estos últimos días, de la coalición entre el proletariado revolucionario, los campesinos y el ejercito revolucionario." El orador bolchevista recordó las palabras pronunciadas por Trotsky el 26 de mayo, al defender a los marinos de Cronstadt contra las acusaciones de Tsereteli: "Cuando un general revolucionario intente echarle la soga al cuello a la revolución, los kadetes prepararán la cuerda, al paso que los marinos de Cronstadt lucharán y morirán al lado nuestro." La alusión no podía ser más certera. A las declamatorias parrafadas a cuenta de la "unidad de la democracia" y de la "coalición honrada", respondió Kámenev: "La unidad de la democracia depende de que os coaliguéis o no con la barriada de Viborg. Cualquier otra coalición es vergonzosa." El discurso de Kámenev produjo palmaria impresión, que Sujánov registra con las siguientes palabras: "Kámenev ha hablado de un modo muy inteligente y con gran tacto." Pero las cosas no pasaron de la impresión. El camino de los dos bandos estaba determinado de antemano.

La ruptura d los conciliadores con los kadetes tuvo desde un principio, en el fondo, carácter puramente demostrativo. Los mismos kornilovianos liberales comprendían que les convenía más permanecer en la sombra en los días que se avecinaban. Decidióse entre bastidores -de acuerdo, evidentemente, con los kadetes- formar un gobierno que se elevase hasta tal punto por encima de todas las fuerzas reales del país, que su carácter provisional no suscitara las dudas de nadie. El Directorio, integrado por cinco miembros, comprendía, además de Kerenski, al ministro de Estado Terechenko, que ya había llegado a ser insustituible gracias a sus relaciones con la diplomacia de la Entente: Verjovski, jefe de la región incitar de Moscú, y que con este fin había sido ascendido rápidamente de coronel a general; el almirante Verderevski, que con idéntica mira había sido puesto presurosamente en libertad, y, por último, el menchevique dudoso Nikitin, al que no tardó en reconocer su partido como suficientemente maduro para ser expulsado de sus filas.

Kerenski, después de haber vencido a Kornílov por medio de otros, no se preocupaba, al parecer, de otra cosa que de llevar a la práctica el programa del general. Kornílov quería reunir las atribuciones de generalísimo en jefe y las de jefe del gobierno. Kerenski llevó a la práctica este propósito. Proponíase Kornílov enmascarar la dictadura personal con un Directorio de cinco miembros. Kerenski realizó este propósito. La burguesía exigía la dimisión de Chernov. Kerenski lo expulsó del palacio de Invierno. Al general Alexéiev, héroe del partido kadete y candidato del mismo a la presidencia del gobierno, lo nombró jefe del Estado Mayor del Cuartel general; es decir, jefe efectivo del ejército. En la orden del día dirigida al ejército y la flota, Kerenski exigía que se pusiera término a la lucha política entre las tropas; es decir, el restablecimiento del punto de partida. Desde la clandestinidad, Lenin caracterizaba con su extraordinaria sencillez la situación dominante en las alturas: "Kerenski es un korniloviano que ha reñido con Kornílov accidentalmente y que sigue sosteniendo una alianza íntima con los demás kornilovianos." Lo malo era que la victoria sobre la contrarrevolución había sido más profunda de lo que convenía a los planes personales de Kerenski.

El directorio se apresuró a sacar de la cárcel al ex ministro de la Guerra, Guchkov, considerado como uno de los inspiradores del complot. En general, la justicia dejaba tranquilos a los inspiradores kadetes. En estas condiciones resultaba cada vez más difícil seguir teniendo entre rejas a los bolcheviques. El gobierno encontró una salida: poner en libertad, bajo fianza, a los bolcheviques, sin retirar la acusación contra ellos. El Comité local de los sindicatos de Petrogrado se asignó "el honor de depositar la fianza por el digno jefe del proletariado revolucionario". El 4 de septiembre fue liberado Trotsky bajo la modesta fianza, en el fondo ficticia, de 3.000 rublos. En su Historia de la tormenta rusa, escribe patéticamente el general Denikin: "El primero de septiembre fue detenido el general Kornílov, y el 4 del mismo mes el gobierno provisional puso en libertad a Bronstein-Trotsky. Rusia debe grabar estas dos fechas en su memoria." En los días que siguieron continuó la liberación de bolcheviques bajo fianza. Los libertados no perdían el tiempo; las masas los esperaban y los reclamaban; el partido estaba necesitado de hombres.

El día de la liberación de Trotsky publicó Kerenski un decreto en que, después de reconocer que los Comités habían prestado "una ayuda sustancialísima al gobierno", ordenaba que cesaran en su actuación. Las mismas Izvestia reconocían que el autor del decreto había dado pruebas de una "comprensión más que débil" de la situación. La Asamblea de los Soviets de barriada de Petrogrado tomó el siguiente acuerdo: "No disolver las organizaciones revolucionarias para la lucha con la contrarrevolución". La presión de abajo era tan fuerte, que el Comité militar revolucionario conciliador decidió no acatar la disposición de Kerenski, y exhortó a su órganos locales a "que trabajasen con la misma energía y firmeza que antes, vista la gravedad de la situación". Kerenski calló: no le quedaba otro recurso.

El omnipotente jefe del Directorio tenía que convencerse a cada paso de que la situación había cambiado, de que la resistencia crecía, y que era menester introducir algún cambio, aunque fuera de palabra. El 7 de septiembre dio Verjovski a la prensa una nota en la que decía que el programa de saneamiento del ejército, elaborado con anterioridad a la sublevación de Kornílov, debía ser rechazado, pues, "habida cuenta del actual estado sicológico del ejército", no haría más que acabar de acentuar su descomposición. Para señalar la nueva era, el ministro de la Guerra pronunció un discurso ante el Comité ejecutivos Que nadie se inquiete: el general Alexéiev se marchará, y con él se irán todos los que de un modo u otro estaban complicados en la sublevación de Kornílov. El saneamiento del ejército es cosa que hay que llevar a cabo, "no por medio de las ametralladoras y del látigo, sino por la infiltración de las ideas de derecho, justicia y severa disciplina". Percibíanse en estas palabras los aromas de los días primaverales de la revolución. Pero por la calle se dejaba sentir septiembre; se acercaba el otoño. Alexéiev fue efectivamente destituido pocos días después, y a ocupar su puesto pasó el general Dujonin, cuya ventaja consistía en que nadie le conocía.

Como compensación de las concesiones hechas, los ministros de Guerra y Marina exigieron la ayuda inmediata del Comité ejecutivo: los oficiales se hallan bajo la espada de Damocles; donde están peor las cosas es en la escuadra del Báltico; es necesario apaciguar a los marinos. Tras prolijos debates se decidió, como siempre, enviar una Comisión a la escuadra. Los conciliadores insistieron en que los bolcheviques, y ante todo Trotsky, formaran parte de esa comisión. Sólo así puede confiarse en el éxito. "Rechazamos decididamente -objetó Trotsky- la forma de colaboración con el gobierno que ha defendido Tsereteli. El gobierno practica una política radicalmente falsa, antipopular y sin control, y cuando esta política se encuentra en un atolladero o conduce a la catástrofe, se confía a las organizaciones revolucionarias la ingrata tarea de mitigar las inevitables consecuencias... Una de las tareas de esa comisión, tal como la formuláis, consiste en hacer una investigación sobre las "fuerzas ocultas", esto es, sobre los provocadores y espías que haya en la guarnición... ¿Acaso habéis olvidado que yo mismo he sido inculpado con arreglo al artículo 108?... Nosotros luchamos contra toda manifestación de justicia sumaria por nuestros propios medios..., no de acuerdo con el fiscal y con el contraespionaje, sino como organización revolucionaria que convence, organiza y educa."

La convocación de la conferencia democrática fue decidida en los días de la sublevación de Kornílov. Dicha Conferencia debía mostrar una vez más la fuerza de la democracia, atraer hacia ésta la confianza de los adversarios de la derecha y de la izquierda y -cosa que estaba lejos de ser uno de sus últimos objetivos- volver a su lugar a Kerenski, que se había desmandado. Los conciliadores se proponían seriamente subordinar el gobierno a una representación improvisada cualquiera, antes de la convocación de la Asamblea constituyente. La burguesía adoptó desde un principio una actitud hostil frente a la Conferencia, en la que veía una tentativa encaminada a consolidar las posiciones que la democracia había recobrado con su victoria sobre Kornílov. "El proyecto de Tsereteli -escribe Miliukov en su Historia- era, en el fondo, una completa capitulación ante los planes de Lenin y Trotsky." En rigor era precisamente lo contrario: El fin que perseguía el proyecto de Tsereteli no era otro que paralizar la lucha de los bolcheviques con el poder de los soviets. La Conferencia democrática se oponía al Congreso de los soviets. Los conciliadores se creaban una base, intentando aplastar a los soviets mediante una combinación artificial de toda suerte de organizaciones. Los demócratas distribuyeron los votos a su capricho, guiados de una sola preocupación: asegurarse una mayoría abrumadora. Las organizaciones dirigentes aparecieron incomparablemente mejor representadas que las de la base. Los órganos de administración local, y entre ellos los zemstvos, que no tenían nada de democráticos, alcanzaron un predominio enorme sobre los soviets. Los cooperadores desempeñaron el papel de árbitros de los destinos.

Los cooperadores, que hasta entonces no ocupaban lugar alguno en la política, aparecieron por primera vez en el terreno político en los días de la Conferencia de Moscú, y a partir de ese momento hablaban siempre en nombre de sus 20.000.000 de miembros, o, más sencillamente todavía, en nombre de "la mitad de la población de Rusia". Las raíces de la cooperación penetraban en la aldea a través de sus sectores dirigentes, que aprobaban la expropiación "justa" de los nobles, a condición de que sus propias parcelas, a menudo muy considerables, fueran no sólo defendidas, sino aumentadas. Los jefes de la cooperación se reclutaban entre la intelectualidad liberal-populista y, en parte, liberal-marxista, que tendía un puente natural entre los kadetes y los conciliadores. Los cooperadores sentían respecto de los bolcheviques el mismo odio que el "kulak" siente hacia el jornalero insumiso. Los conciliadores se aferraron ávidamente a esos cooperadores que habían arrojado la máscara de la neutralidad para buscar un punto de apoyo contra los bolcheviques. Lenin estigmatizó duramente a los cocineros de la cocina democrática. "Diez soldados convencidos o diez obreros de una fábrica atrasada -escribía- valen mil veces más que cien delegados... amañados." Trotsky demostraba en el Soviet de Petrogrado que los funcionarios de la cooperación expresaban tan poco la voluntad política de los campesinos como el médico la voluntad política de sus pacientes o el empleado de Correos las opiniones de los que expendían y recibían cartas. "Los cooperadores deben ser unos buenos organizadores, comerciantes tenedores de libros; pero a quien confían la defensa de sus intereses de clase los campesinos, lo mismo que los obreros, es a sus propios soviets." Esto no impidió a los cooperadores obtener 150 puestos, ni unidos a los zemstvos no reformados y a toda clase de otras organizaciones más o menos reales, deformar completamente el carácter de la representación de las masas.

El Soviet de Petrogrado incluyó en la lista de sus delegados en la conferencia a Lenin y a Zinóviev. El gobierno dio orden de detenerlos al entrar en el teatro, pero no en la misma sala de sesiones: tal era, por las trazas, el compromiso pactado entre los conciliadores y Kerenski. Pero las cosas no pasaron de una demostración política del Soviet: ni Lenin ni Zinóviev tenían el propósito de presentarse en la conferencia. Lenin consideraba que nada tenía que hacer allí con los bolcheviques.

La conferencia se inauguró el 14 de septiembre, un mes después justamente de la Conferencia nacional, en el Teatro Alexandrinski. El número de delegados nombrados era de 1.775. Cerca de 1.200 se hallaban presentes al abrirse la sesión. Los bolcheviques, ni que decir tiene, estaban en minoría. Pero, a pesar de todo los artificios del sistema electoral, representaban un núcleo muy importante, que en algunas cuestiones agrupó en torno a más de la tercera parte de los delegados.

¿Convenía a la dignidad de un gobierno fuerte presentarse ante una Conferencia "particular"? Esta cuestión suscitó en el palacio de Invierno grandes vacilaciones, que tuvieron su repercusión en el Teatro Alexandrinski. El jefe del gobierno decidió, al fin, presentarse a la democracia. "Recibido con aplausos -cuenta Schliapnikov, refiriéndose a la aparición de Kerenski- se dirigió a la mesa para estrechar la mano a los que estaban sentados en torno a ella. Nos llegó el turno a nosotros (los bolcheviques), que ocupábamos nuestros asientos a escasa distancia unos de otros. Nos miramos, y convinimos rápidamente no darle la mano. Un gesto teatral a través de la mesa. Yo me hice atrás ante la mano que se me ofrecía, y Kerenski, con la mano extendida que nadie estrechó, siguió adelante." El jefe del gobierno encontró la misma actitud en el flanco opuesto: en los kornilovianos. Y fuera de éstos y de los bolcheviques, no quedaban ya fuerzas reales.

Obligado por toda la situación a explicarse respecto de su papel en el complot, Kerenski mostró asimismo en esa ocasión excesiva confianza en sus dotes improvisadoras. "Sé lo que querían -se le escapó decir-, porque antes de buscar a Kornílov se me habían presentado para proponerme ese camino." Desde la izquierda gritan: "¿Quién se le presentó?... ¿Quién se lo propuso?" Asustado por la resonancia de sus propias palabras, Kerenski se había refrenado ya. Pero el fondo político del complot había quedado al descubierto. El conciliador ucraniano Porch, a su regreso, decía ante la Rada de Kiev: "Kerenski no consiguió demostrar que no estaba complicado en la sublevación de Kornílov." Pero no fue menos rudo el golpe que se asentó a sí mismo el jefe del gobierno en su discurso. Cuando por toda respuesta a las frases de que estaba harto ya todo el mundo: "en el momento del peligro, todos se presentan y se explican", etc., se le gritó: "¿Y la pena de muerte?", el orador, perdiendo su aplomo, exclamó, de un modo completamente inesperado para todos, y seguramente para él mismo: "Esperad antes a que firme, aunque no sea más que una pena de muerte, como generalísimo, y entonces os permitiré que me maldigáis." Se acerca al estrado un soldado y le grita a quemarropa: " ¡Es usted la desgracia de la patria!" ¡Cómo! él, Kerenski, estaba dispuesto a olvidar el elevado sitio que ocupaba, para dar explicaciones a la Conferencia como hombre. "Pero no todo el mundo es capaz aquí de comprender al hombre." Por eso dice, empleando el lenguaje del poder: "Todo aquel que se atreva..." Eso mismo se había oído ya en Moscú y, sin embargo, Kornílov se había atrevido.

"Si la pena de muerte era necesaria -preguntaba Trotsky en su discurso-, ¿por qué se decide Kerenski a decir que no hará uso de ella? Y si considera posible comprometerse ante la democracia a no aplicar la pena de muerte, entonces... convierte el restablecimiento de la misma en un acto de ligereza que excede de los límites del crimen." Con esto se mostró conforme toda la sala, los unos con su silencio, los otros ruidosamente. "Kerenski, con su confesión, ha comprometido considerablemente al gobierno provisional y a sí mismo" -dice el subsecretario de Justicia, Demianov, su colega y admirador.

Ninguno de los ministros pudo explicar lo que había hecho el gobierno, como no fuera dedicarse a resolver los problemas de su propia existencia. ¿Medidas de orden económico? No se podía citar ni una sola. ¿Política de paz? "Ignoro -decía el ex ministro de Justicia Zarudni, el más sincero de todos- si el gobierno provisional ha hecho algo en este sentido, pero yo no lo he visto." Zarudni se lamentaba, sin acertar a explicarse el hecho, de que "todo el poder hubiera ido a parar a manos de un solo hombre", a cuya indicación los ministros entraban y salían. Tsereteli escogió imprudentemente este tema: "Culpa de la misma democracia es si al presidente que tiene en las alturas se le ha subido el poder a la cabeza." Pero precisamente Tsereteli encarnaba de un modo más completo que nadie aquellos rasgos de la democracia que engendraban las tendencias bonapartistas del poder. "¿Por qué ha ocupado Kerenski el sitio que actualmente ocupa? -objetaba Trotsky-. Kerenski pudo ocupar la vacante gracias a la debilidad y a la indecisión de la democracia... Ni un solo orador he visto aquí que recabara el poco envidiable honor de defender al Directorio o a su presidente"... Tras una explosión de protestas, el orador continúa: "Siento mucho que el punto de vista que halla ahora en la sala esta expresión ruidosa no haya hallado su expresión concreta en esta misma tribuna. Ni un solo orador ha venido aquí a decirnos: ¿por qué discutís sobre la coalición pasada, por qué os preocupáis del futuro? Tenemos a Kerenski, y con esto basta..." Pero la forma bolchevista de plantear la cuestión une casi automáticamente a Tsereteli y a Zarudni, y a entrambos con Kerenski. Miliukov escribía certeramente a propósito de esto: Zarudni podía lamentarse del poder personal de Kerenski. Tsereteli podía aludir el vértigo que se había apoderado del jefe del gobierno; "todo eso no eran más que palabras"; pero cuando Trotsky hizo ver claramente que nadie se había decidido en la conferencia a defender abiertamente a Kerenski, "la Asamblea tuvo inmediatamente la sensación de que el que hablaba era el enemigo común".

Los que representaban el poder sólo hablaban de éste como de una carga pesada y de una desdicha. ¿La lucha por el poder? El ministro Peschejonov decía: "El poder representa actualmente una cosa a que todo el mundo renuncia." ¿Era en realidad así? Kornílov no renunciaba a él, pero la reciente lección había sido ya punto menos que olvidada. Tsereteli se indignaba con los bolcheviques, que no tomaban para sí el poder, sino que empujaban al mismo a los soviets. La idea de Tsereteli fue repetida por otros. ¡Sí, los bolcheviques deben asumir el poder!, se decía a media voz tras la mesa de la presidencia. Avkséntiev se dirigió a Schliapnikov, que estaba sentado cerca de él, y le dijo: "Haceos cargo del poder; las masas están con vosotros." Schliapnikov, contestando a sus vecinos en el tono que venía al caso, propuso que antes se dejara el poder sobre la mesa de la presidencia. Las semiirónicas exhortaciones dirigidas a los bolcheviques, proferidas en los discursos de la tribuna y en las conversaciones de los pasillos, eran en parte una burla, y en parte un tanteo. ¿Qué piensa esa gente que está al frente del Soviet de Petrogrado, del de Moscú y de otros muchos de provincias? ¿Es posible que se atrevan realmente a tomar el poder? No lo creían: dos días antes del retador discurso de Tsereteli, decía el Riech que el mejor medio de librarse del bolchevismo por muchos años sería confirmar los destinos del país a sus jefes; pero "esos tristes héroes del día no tienen la menor intención de adueñarse del poder... Prácticamente, su posición no puede ser tomada en cuenta desde ningún punto de vista": Tan jactancioso conclusión pecaba, en todo caso, de precipitada cuando menos.

La enorme ventaja de los bolcheviques, que acaso no haya sido apreciada hasta ahora en todo su valor, estaba en que comprendían perfectamente a sus adversarios, a los que veían, por decirlo así, al trasluz. Ayudábanles en este sentido el método materialista, la escuela leninista de la claridad y de la sencillez y la aguda perspicacia de unos hombres que estaban decididos a llevar las cosas hasta sus últimas consecuencias. Los liberales y los conciliadores se formaban de los bolcheviques, por el contrario, una idea que respondía puramente a la necesidades del momento. No podía ser de otro modo: unos partidos que por la marcha de los acontecimientos históricos no tenían salida, nunca se mostraron capaces de mirar frente a frente a la realidad, del mismo modo que un enfermo desesperado es incapaz de mirar frente a frente su enfermedad.

Pero los conciliadores, al mismo tiempo que no creían en la insurrección n de los bolcheviques, la temían. Esto lo expresó mejor que nadie Kerenski. "Estáis equivocados -exclamó de repente en su discurso-; no os imaginéis que si los bolcheviques me atacan no tengo detrás de mí a las fuerzas de la democracia. No creáis que floto en el aire. Tened en cuenta que si organizáis algo, se paralizarán los ferrocarriles, no se transmitirán telegramas..." Una parte de la sala aplaude; otra, confusa, guarda silencia: los bolcheviques se ríen francamente. ¡No es muy sólida la dictadura que se ve obligada a demostrar que no flota en el aire!

Los bolcheviques, en su declaración, contestaron en los siguientes términos a los retos irónicos, a las acusaciones de cobardía y a las amenazas absurdas: "Nuestro partido, que lucha por el poder en nombre de la realización de su programa, nunca ha aspirado ni aspira a adueñarse de ese poder contra la voluntad organizada de la mayoría de las masas trabajadoras del país." Esto significaba: tomaremos el poder como partido de la mayoría soviética. Las palabras relativas a la "voluntad organizada de los trabajadores" se referían al Congreso de los soviets que había de celebrarse en breve. "Sólo serán realizables las resoluciones y proposiciones de esta Conferencia... -decía la declaración- que sean aceptadas por el Congreso de los Soviets..."

Cuando Trotsky, al leer la declaración de los bolcheviques, aludió a la necesidad de proceder inmediatamente a armar a los obreros, de los bancos de la mayoría partieron exclamaciones insistentes: "¿Para qué?, ¿para qué?" Era la misma nota de alarma Ni provocación. ¿Para qué? "Para crear un reducto efectivo contra la contrarrevolución", contesta el orador. Pero no sólo para esto. "Os digo, en nombre de nuestro partido y de las masas proletarias que le siguen, que los obreros armados... defenderán contra los ejércitos del imperialismo al país de la revolución, con un heroísmo como aún no ha conocido hasta ahora la historia rusa..." Tsereteli caracterizó esta promesa de una frase huera. Ulteriormente, la historia del ejército rojo se encargó de darle un mentís.

Aquellas horas ardientes en que los caudillos conciliadores rechazaron la coalición con los kadetes, quedaban lejos: sin los kadetes, ahora, la coalición resultaba imposible. ¿Iban a tomar el poder ellos? "El poder, acaso hubiéramos podido tomarlos el 27 de febrero -decía Skobelev, pero... toda la fuerza de nuestra influencia la hemos gastado en ayudar a los elementos burgueses a reponerse de su confusión... y a llegar al poder." ¿Por qué esos impedían a los kornilovianos, que ya se habían repuesto, que se adueñasen del poder? Un poder puramente burgués, explica Tsereteli, no es posible aún, provocaría la guerra civil. Había que aniquilar a Kornílov para que su aventura no impidiera a la burguesía llegar al poder en unas cuantas etapas. "Ahora que ha triunfado la democracia revolucionaria, el momento es particularmente favorable para la coalición."

El jefe de la cooperación, Berkenheim, expresó la filosofía política de las misma: "Querámoslo o no, la burguesía es la clase a que ha de pertenecer el poder." El viejo revolucionario populista Minor imploraba de la Conferencia que se adoptase una resolución unánime en favor de la coalición. De lo contrario "no hay por que engañarnos, nos degollaremos mutuamente", terminó Minor en medio de un silencio siniestro. Pero ¿acaso no hacía falta -como pensaban los kadetes- el bloque gubernamental para la lucha contra la "golfería anarquista" de los bolcheviques? "En eso consistía precisamente el sentido de la idea de la coalición", aclaraba Miliukov con toda franqueza. En tanto Minor confiaba en que la coalición impedía el degüello mutuo, Miliukov contaba firmemente con que la coalición facilitase la posibilidad de degollar a los bolcheviques con ayuda de todas las fuerzas mancomunadas.

En el curso de los debates sobre la coalición, leyó Riaznov el artículo del fondo del Riech, del 29 de agosto, que Miliukov había retirado en el último momento, dejando un blanco en el periódico: "Sí, no tenemos empacho en decir que el general Kornílov perseguía los mismos fines que consideramos necesarios para la salvación de la patria." La cita produjo su efecto. "¡Oh, son ellos quienes van a salvarla!", exclaman en los bancos de la izquierda. Pero los kadetes tienen sus defensores: ¡No hay que olvidar que el artículo río llegó a publicarse! Además, no todos los kadetes estaban por Kornílov; hay que saber distinguir a los pecadores de los justos.

"Se dice que no es posible acusar a todo el partido kadete de complicidad en la sublevación de Kornílov -contestó Trotsky-. Znamenski nos ha dicho ya aquí, más de una vez, a los bolcheviques: "Vosotros protestáis cuando hacíamos responsable a todo vuestro partido del movimiento del 3 al 5 de julio; no incurráis en el mismo error, no hagáis responsable a todos los kadetes de la sublevación de Kornílov." Pero esta comparación adolece, a mi ver, de un pequeño vicio: Cuando se acusaba a los bolcheviques de haber provocado el movimiento de julio, no se trataba de invitarles a que formasen parte del ministerio, sino de llevarlos a la cárcel. Confío en que el ministerio de Justicia, Zarudni, no negará esa diferencia. También nosotros decimos: Si queréis llevar a los kadetes a la cárcel por la sublevación de Kornílov, no lo hagáis a bulto y en masa; lejos de ello examinar antes a cada kadete por separado, en todos los sentidos (Risas, voces ¡bravo!). Si se trata de que el partido kadete entre a formar parte del ministerio, lo que constituye una circunstancia decisiva, no es que tal o cual kadete se pusiera de acuerdo con Kornílov entre bastidores, ni que Maklakov estuviera al teléfono cuando Savinkov sostenía negociaciones con el generalísimo, ni que Rodichev se fuera al Don para entablar negociaciones políticas con Kaledin. No se trata de eso, sino de que toda la prensa burguesa, o bien se solidarizó francamente con Kornílov, o bien calló prudentemente, esperando su victoria. ¡Por eso digo que no tenéis contragentes para la coalición!".

Al día siguiente el marino Chichkin, representante de Helsingfors y de Sveaborg, hablaba sobre este tema de un modo más conciso y convincente: "El gobierno de coalición no contará con la confianza ni el apoyo de los marinos de la escuadra del Báltico y de la guarnición de Finlandia... Los marinos han izado las banderas de combate contra la creación de un ministerio de coalición." Los argumentos racionales no surtían efecto. El marino Chichkin echó mano de otro: el de los cañones de marina. Sus palabras obtuvieron la completa aprobación de los demás marinos, que estaban de centinelas en las puertas de entrada de la sala de sesiones. Bujarin contó posteriormente que "los marinos que habían sido apostados por Kerenski para proteger contra nosotros, los bolcheviques a la Conferencia democrática, se dirigieron a Trotsky y agitando las bayonetas, le apuntaron: "¿Tendremos que esperar mucho todavía para trabajar con esto?" Estas palabras eran simple repetición de la pregunta que los marinos del Aurora habían formulado durante una de las entrevistas celebradas en la cárcel de "Krestiv". Pero ahora se acercaban los momentos decisivos.

Si se prescinde de matices, es fácil delimitar tres grupos en la Conferencia: un centro vasto, pero muy inconsistente, que no se atreve a asumir el poder, se muestra de acuerdo con la coalición, pero no quiere a los kadetes; un ala derecha débil, que está por Kerenski y por la coalición de la burguesía sin limitación alguna; un ala izquierda, dos veces más fuerte, que está por el poder de los soviets o por un gobierno socialista. En la Asamblea de los delegados soviéticos a la Conferencia democrática, Trotsky se pronunció por la entrega del poder a los soviets; Mártov, por un Ministerio socialista homogéneo. La primera fórmula reunió 86 votos; la segunda, 97. Formalmente, sólo la mitad, sobre poco más o menos, de los soviets de obreros y soldados se hallaban dominados en aquel momento por los bolcheviques, mientras que la otra mitad oscilaba entre éstos y los conciliadores. Pero los bolcheviques hablaban en nombre de los poderosos soviets de los centros más industriales y cultos del país; en los soviets eran incomparablemente más fuertes que en la Conferencia, y entre el proletariado y el ejército, incomparablemente más fuertes que en los soviets. Los soviets, atrasados, iban siendo arrastrados, cada vez más poderosamente, por los avanzados.

En la Conferencia votaron por la coalición 766 delegados, y en contra 688, con 38 abstenciones. ¡Casi se equilibraron los dos bandos! La enmienda que excluía de la coalición a los kadetes obtuvo mayoría: 595 votos contra 493 y 72 abstenciones. Pero la eliminación de los kadetes privaba de todo sentido a la coalición. De ahí que la resolución general fuese rechazada por una mayoría de 813 votos -esto es, por el bloque de los flancos extremos, de los partidarios decididos y de los enemigos irreconciliables de la coalición, contra el centro, que disminuyó hasta contar solamente con 183 votos, con 80 abstenciones. Era la más nutrida de todas las votaciones; pero era tan vacía como la idea de la coalición sin kadetes, que rechazaba. "Por lo que respecta a la cuestión cardinal... -dice, con justicia Miliukov-, la Conferencia se quedó, por consiguiente, sin opinión y sin fórmula."

¿Qué podían hacer los caudillos? Pisotear la voluntad de la "democracia", que rechazaba su propia voluntad. Se convoca a la Mesa, con representantes de los partidos y de los grupos, para ver de dar una solución nueva a la cuestión decidida ya por el Pleno. Resultado: 50 votos en pro de la coalición y 60 en contra. Ahora, la cosa, al parecer, está clara, ¿verdad? La cuestión referente a la responsabilidad del gobierno ante un órgano permanente de la Conferencia democrática es aceptada unánimemente por esa reunión ampliada de la Mesa. A favor de la inclusión en ese órgano de representantes de la burguesía se alzan 56 brazos contra 48, con 10 abstenciones. Aparece Kerenski para declarar que se niega a formar parte de un gobierno homogéneo. Después de esto, se reduce a dar por terminada la desdichada Conferencia, sustituyéndola con una institución, en la que estén en mayoría los partidos de la coalición incondicional. Para conseguir el resultado necesario no falta más que saber las cuatro reglas de la aritmética. En nombre de la Mesa, Tsereteli presenta una resolución a la Conferencia en el sentido de que el órgano representativo está llamado a "cooperar a la formación del gobierno" y que éste debe "ejercer su sanción sobre dicho órgano"; la idea de poner un freno a Kerenski quedaba, por consiguiente, archivada. Completado en la debida proporción con representantes de la burguesía, el futuro Consejo de la República o Preparlamento tendrá como misión sancionar al gobierno de la coalición con los kadetes, La resolución de Tsereteli significa exactamente lo contrario de lo que quería la Conferencia y de lo que acababa de decidir la Mesa. Pero el desorden, la descomposición y la desmoralización son tan grandes, que la Conferencia acepta la capitulación, ligeramente diminuida, que se le propone, por 829 votos contra 106 y 69 abstenciones. "Así, pues, señores conciliadores y señores kadetes, por ahora habéis vencido -decía el diario de los bolcheviques-. ¡Hagan juego, señores! Haced el nuevo experimento. Será el último, os respondemos de ello."

"La Conferencia democrática -dice Stankievich- sorprendió a sus mismos iniciadores por el extraordinario caos de las ideas." En los partidos conciliadores, "completa discordia"; en la derecha, en los medios de la burguesía, "el gruñido"; la insidia y la calumnia, cuchicheadas al oído, la lenta contorsión de los últimos restos de autoridad del poder... y sólo en la izquierda, consolidación de las fuerzas y del estado de ánimo. Esto lo dice un adversario; esto lo atestigua un enemigo, que en octubre habrá de disparar aún contra los bolcheviques. Para los conciliadores, la parada de la democracia, celebrada en Petrogrado, vino a ser lo que para Kerenski había sido la parada de la unidad nacional en Moscú: una confesión pública de inconsistencia, una demostración de marasmo político. Si la Conferencia nacional dio un impulso a la sublevación de Kornílov, la Conferencia democrática allanó definitivamente el camino a la sublevación de los bolcheviques.

Antes de dar fin a sus tareas, la Conferencia eligió de su mismo seno un órgano permanente, mediante la representación en el mismo del 15 por 100 de la composición de cada uno de los grupos: en total, unos 350 delegados. Las instituciones de las clases poseedoras debían obtener, además, 120 puestos. El gobierno añadió 20 para los cosacos. Todos juntos debían constituir el Consejo de la República o Preparlamento, destinado a representar a la nación hasta que se convocase la Asamblea constituyente.

La actitud que habían de adoptar frente al Consejo de la República se convirtió inmediatamente en un agudo problema táctico para los bolcheviques: ¿acudirían o no? El boicot de las instituciones parlamentarias por parte de los anarquistas y semianarquistas está dictado por la tendencia a no someter su propia impotencia a la prueba de las masas y conservar con ello el derecho a la altivez pasiva, con la que ni los enemigos pierden nada ni los amigos salen ganando nada tampoco. El partido revolucionario puede volverse de espaldas al Parlamento únicamente en caso de que se proponga como fin inmediato derrocar el régimen existente. En los años transcurridos entre las dos revoluciones, Lenin había venido trabajando con gran hondura en los problemas del parlamentarismo revolucionario.

El Parlamento más censatario puede expresar fielmente -y más de una vez lo ha expresado en la historia- la correlación de fuerzas real: así ocurrió, por ejemplo, con las Dumas después de la derrotada revolución de 1905-1907. Boicotear parlamentos de ese tipo significa boicotear la correlación de fuerzas real, en vez de modificarla en beneficio de la revolución. Pero el Preparlamento de Tsereteli-Kerenski no respondía ni poco ni mucho a la correlación de fuerzas, sino que había sido engendrado por la impotencia y la astucia de los dirigentes, por la fe mística en las instituciones, el fetichismo de la forma, la esperanza de subordinar al Parlamento un enemigo incomparablemente más fuerte que él, y disciplinario de ese modo.

Para obligar a la revolución a encorvarse y bajar la cabeza con objeto de que pudiera pasar por el yugo del Preparlamento, era menester previamente, si no aplastar la revolución, sí infligirle, por lo menos, una seria derrota. Pero en realidad, quien había sufrido la derrota era la vanguardia de la burguesía, tres semanas antes. La revolución, en cambio, estaba recibiendo una nueva afluencia de fuerzas; lo que se proponía como fin no era la república burguesa, sino la república de los obreros y los campesinos, y no tenía por qué poner el cuello al yugo del Preparlamento, cuando se iba desenvolviendo cada vez más en los soviets.

El 20 de septiembre convocó el Comité central de los bolcheviques a una Conferencia del partido, formada por los delegados del mismo en la Conferencia democrática, los miembros del Comité central y del Comité local de Petrogrado. Trotsky, como ponente del Comité central, propugnó el boicot del Preparlamento. La proposición chocó con la resistencia decisiva de unos cuantos (Kamenev, Ríkov, Riazanov) y fue acogida con simpatía por otros (Sverdolov, Yofe, Stalin). El Comité central, que se había dividido acerca de esta cuestión, se vio obligado, en oposición a los estatutos y a la tradición del partido, a someter la cuestión a la Conferencia. Dos ponentes, Trotsky y Ríkov, hicieron uso de la palabra como representantes de los opuestos puntos de vista. Podía parecer, y así pareció a la mayoría, que los ardientes debates que se desarrollaron en torno a esta cuestión tenían un carácter puramente táctico. En realidad, la discusión sacaba a relucir de nuevo las divergencias de abril, y preparaba las de octubre. Se trataba de que el partido adaptara su misión al desarrollo de la República burguesa, o de que se propusiera realmente como fin la conquista del poder. Por una mayoría de 77 votos contra 50, la Conferencia del partido rechazó la consigna del boicot. El 22 de septiembre tuvo Riazanov ocasión de declarar en la Conferencia democrática, en nombre del partido, que los bolcheviques enviaban sus representantes al Preparlamento para "denunciar, en esa nueva fortaleza de los conciliadores, toda tentativa de coalición con la burguesía". Esto parecía radical, pero en el fondo implicaba la sustitución de la política de acción revolucionaria por la política de oposición.

Las tesis de abril de Lenin habían sido aceptadas formalmente por todo el partido; pero a propósito de cada gran cuestión volvían a salir a la superficie las concepciones de marzo, vigorosísimas todavía en el sector dirigente, que en muchos puntos del país no había empezado hasta entonces a separarse de los mencheviques. Lenin no pudo intervenir en el debate hasta más tarde. El 23 de septiembre escribía: "Hay que boicotear el Preparlamento; hay que ir a los soviets de diputados, obreros, soldados y campesinos; hay que ir a los sindicatos; hay que ir, en general, a dondequiera que estén las masas. Hay que incitarlas a la lucha. Hay que darles una consigna justa y clara: disolver la banda bonapartista de Kerenski con su Preparlamento amañado... Los mencheviques y los socialrevolucionarios no han aceptado, ni aun después de la sublevación de Kornílov, nuestro compromiso... Hay que luchar implacablemente contra ellos. Hay que echarlos sin piedad de todas las organizaciones revolucionarias... Trotsky era partidario del boicot. ¡Bravo, compañero Trotsky! El boicotismo ha sido vencido en la fracción de los bolcheviques de la Conferencia democrática. ¡Viva el boicot!"

Cuanto más profundamente iba penetrando la cuestión en el partido, más decididamente se modificaba la correlación de las fuerzas en favor del boicot. En casi todas las organizaciones locales se formó una mayoría y una minoría. En el Comité de Kiev, por ejemplo, los partidarios del boicot, capitaneados por Eugenia Bosch, formaban una débil minoría, pero ya a la vuelta de pocos días se adopta en la Conferencia local, por una mayoría aplastante de votos, una resolución en favor del boicot del Preparlamento: "No se puede perder el tiempo charlando y sembrando ilusiones." El partido se apresuraba a enmendar la plana a sus dirigentes.

Entre tanto, Kerenski, deshaciéndose de las inconsistentes pretensiones de la democracia, se esforzaba por hacer ver a los kadetes que no era él hombre que se arredrase. El 1 8 de septiembre- dio inesperadamente la orden de disolver el Comité central de la Marina de guerra. Los marinos contestaron resolviendo: "Considerar inaplicable, por ilegal, el decreto de disolución del Comité central de la Armada, y exigir su inmediata anulación." Intervino en el asunto el Comité ejecutivo, que dio a Kerenski un pretexto formal para anular su disposición a los dos días.

En Taschkent, el Soviet, compuesto en su mayoría de socialrevolucionarios, tomó el poder en sus manos y destituyó a los antiguos funcionarios. Kerenski mandó al general nombrado para someter Taschkent un telegrama, concebido en los siguientes términos: "No entablar negociaciones de ninguna clase con los revoltosos... Impónense las medidas más resueltas." Las tropas ocuparon la ciudad y detuvieron a los representantes del Soviet. Se declaró inmediatamente una huelga general en la que tomaron parte 40 sindicatos; por espacio de una semana no se publicaron periódicos, y la agitación empezó a extenderse a la guarnición. De esta manera, el gobierno, en su afán por instaurar un espectro de orden, lo que hacía era sembrar la anarquía burocrática.

El mismo día en que la Conferencia adoptaba su resolución contra la coalición con los kadetes, el Comité central de este partido proponía a Konovalov y a Kischkin que aceptaran la proposición de Kerenski, de entrar a formar parte del Ministerio. Según se afirmaba, el que en esta ocasión manejaba la batuta era Buchanan. Acaso no convenga interpretar esta afirmación de un modo excesivamente literal. Pero si no Buchanan, era su sombra quien dirigía: había que formar un gobierno que fuera aceptable para los aliados. Los industriales y bolsistas de Moscú se mostraban reacios, hacíanse de rogar, formulaban ultimátum. La Conferencia democrática no hacía más que votar, imaginándose que las votaciones tenían una significación real. En realidad, la cuestión se resolvía en el palacio de Invierno, en las reuniones comunes de lo que quedaba de gobierno y los representantes de los partidos de la coalición. Los kadetes mandaban a dichas reuniones a sus kornilovianos más declarados. Todos trataban de convencerse mutuamente de la necesidad de la unidad. Tsereteli, depósito inagotable de lugares comunes, descubrió que el obstáculo principal que se oponía al acuerdo "había consistido hasta entonces en la desconfianza mutua... Hay que poner término a esa desconfianza". El ministro de Estado, Terechenko, calculó que de los ciento noventa y siete días que llevaba de existencia el gobierno revolucionario, las crisis habían consumido cincuenta y seis. Lo que no explicó fue a qué se habían destinado los días restantes.

Aun antes de que la Conferencia democrática se tragara la resolución de Tsereteli, que se hallaba en oposición radical con todos sus propósitos, los corresponsales de los periódicos ingleses y norteamericanos comunicaban telegráficamente a sus países que podía darse por segura la coalición con los kadetes, y daban sin vacilar los nombres de los nuevos ministros. Por su parte, el Consejo de las "fuerzas vivas" de Moscú decidía, bajo la presidencia de Rodzianko, enviar un saludo a su compinche Tretiakov, invitado a formar parte del gobierno. El 9 de agosto, estos señores transmitían el siguiente telegrama a Kornílov: "En estos terribles momentos de prueba, toda la Rusia que piensa vuelve los ojos hacia usted con esperanza."

Kerenski aceptó generosamente la existencia del Preparlamento a condición de que se reconociera que "sólo al gobierno provisional corresponde organizar el poder y completar el gobierno". Esta humillante condición había sido dictada por los kadetes. La burguesía no podía, como es natural, dejar de comprender que la composición de la Asamblea constituyente había de ser mucho menos favorable para ella que la del Preparlamento: "Las elecciones a la Asamblea constituyente -decía Miliukov- deben dar un resultado accidental y acaso ruinoso." Si, a pesar de ello, el partido kadete, que, recientemente aún, intentaba someter el gobierno a la Duma zarista, negaba toda facultad legislativa al Preparlamento, era única y exclusivamente porque no perdía las esperanzas de impedir que llegara a convocarse la Asamblea constituyente.

"O Kornílov, o Lenin"; así definía Miliukov la alternativa, Lenin, por su parte, escribía: "O el poder de los soviets o Kornílov. No hay término medio." Miliukov y Lenin coincidían, y no de un modo casual, en la manera de apreciar la situación. Ambos, contrariamente a los conciliadores; héroes de la frase, eran dos representantes serios de las clases fundamentales de la sociedad. La Conferencia nacional de Moscú había puesto ya de manifiesto, según las palabras de Miliukov, que "el país se divide en dos campos, entre los cuales no puede haber, en el fondo, conciliación ni acuerdo". Pero cuando no puede haber conciliación entre dos campos sociales, la guerra civil se encarga de resolver la cuestión.

Ni los kadetes ni los bolcheviques retiraban, sin embargo, la consigna de la Asamblea constituyente. Los kadetes necesitaban de ella como de una última instancia contra las reformas sociales inmediatas, contra los soviets, contra la revolución. La burguesía se aprovechaba de la sombra que la democracia proyectaba ante sí en forma de Asamblea constituyente, para obrar contra la democracia viva. La burguesía sólo podía rechazar sin rebozo la Asamblea constituyente después de haber aplastado a los bolcheviques. Pero de momento no se podía pensar en semejante cosa. En aquella etapa, los kadetes se esforzaban en garantizar la independencia del gobierno respecto de las organizaciones ligadas a las masas, con la mira de poder subordinar del todo así al gobierno más adelante, con mayor seguridad.

Pero los bolcheviques, que no veían salida alguna por la senda de la democracia formal, tampoco renunciaban todavía, por su parte, a la idea de la Asamblea constituyente. No hubieran podido hacerlo sin romper con el realismo revolucionario. No era posible prever con absoluta certeza si el ulterior desarrollo de los acontecimientos crearía condiciones favorables para la victoria completa del proletariado. Pero fuera de la dictadura de los soviets y antes de esta dictadura, la Asamblea constituyente debía ser la conquista suprema de la revolución. De la misma manera que los bolcheviques habían defendido a los soviets conciliadores y a los municipios democráticos contra Kornílov, estaban dispuestos a defender a la Asamblea constituyente contra los ataques de la burguesía.

Esta crisis de treinta días terminó, al fin, con la constitución de un nuevo gobierno. A desempeñar el principal papel en el mismo después de Kerenski estaba llamado el riquísimo industrial de Moscú Konovalov, que en los comienzos de la revolución había ayudado económicamente al periódico de Gorki. Konovalov fue luego miembro del primer gobierno de coalición; dimitió, formulando públicamente su protesta, después del primer Congreso de los soviets; entró más tarde en el partido kadete, cuando éste se hallaba ya maduro para el golpe de Estado de Kornílov, y ahora volvía al gobierno como vicepresidente y de ministro del Comercio y de la Industria. Ocuparon los puestos ministeriales, con Konovalov, Tretiakov, presidente del Comité bursátil de Moscú, y Smirnov, presidente del Comité industrial de Guerra de Moscú. El azucarero de Kiev, Terechenko, siguió siendo ministro de Estado. Los demás ministros, los socialistas inclusive, no presentaban ningún rasgo característico, pero estaban completamente resueltos a no perturbar la armonía. La Entente podía estar tanto más contenta del gobierno cuanto que seguía de embajador en Londres el viejo funcionario diplomático Nabokov, se mandaba a París como embajador, al kadete Maklakov, aliado de Kornílov y de Savinkov, y a Berna al "progresista" Efremov. La lucha por la paz democrática se hallaba en buenas manos.

La declaración del nuevo gobierno era una maliciosa parodia de la declaración de la democracia formulada en Moscú. El sentido de la coalición no radicaba, sin embargo, en el programa de reformas, sino en la tentativa de completar la obra de las jornadas de julio: decapitar la revolución aplastando a los bolcheviques. Pero en este punto, el Rabochi Put [El Camino Obrero], una de las reencarnaciones de la Pravda, recordaba insolentemente a los aliados: "Os habéis olvidado de que los bolcheviques son ahora los soviets de obreros y soldados." Al refrescar así la memoria a los aliados, el Rabochi Put daba en lo vivo. "Surgía la pregunta fatal -confiesa Miliukov-: ¿No será tarde? ¿No será tarde para declarar la guerra a los bolcheviques?..."

En efecto, acaso fuera tarde ya. El día en que se formó el nuevo gobierno, compuesto de seis ministros burgueses y diez semisocialistas, terminaba la formación del nuevo Comité ejecutivo del Soviet de Petrogrado, compuesto de 13 bolcheviques, seis socialrevolucionarios y tres mencheviques. El Soviet acogió la coalición gubernamental con una resolución presentada por su nuevo presidente, Trotsky: "El nuevo gobierno... entrará en la historia de la revolución como el gobierno de la guerra civil... La noticia de la formación del nuevo gobierno será acogida por toda la democracia revolucionaria con una sola respuesta: ¡la dimisión! Apoyándose en este clamor unánime de la auténtica democracia, el Congreso de los soviets creará un poder revolucionario verdadero." Los adversarios no querían ver en esta resolución más que uno de los acostumbrados votos de desconfianza. En realidad, era el programa de la revolución. Para llevarlo a la práctica iba a hacer falta exactamente un mes.

La línea quebrada de la economía seguía inclinándose bruscamente hacia abajo. El gobierno, el Comité central ejecutivo y, poco después, el Preparlamento recién creado, registraban los hechos y los síntomas de crisis como argumentos contra la anarquía, los bolcheviques y la revolución. Pero ni por ensoñación contaban con un plan económico. El órgano creado cerca del gobierno para regular la economía no daba ni un solo paso serio. Los industriales cerraban las fábricas. El tráfico ferroviario se reducía, por la escasez de carbón. En las ciudades, las centrales eléctricas languidecían, la prensa denunciaba clamorosamente la catástrofe. Subían los precios, los obreros se declaraban en huelga unos tras otros, a pesar de las advertencias del partido, de los soviets, de los sindicatos. Sólo se abstenían de promover conflictos los sectores de la clase obrera que se preparaban ya conscientemente para la revolución. Acaso donde había más tranquilidad era en Petrogrado.

El gobierno se enajenaba las simpatías de todo el mundo por su insensibilidad ante las masas, por su irreflexivo indiferencia ante sus necesidades, y por su fraseología provocativa, como respuesta a las protestas y a los gritos de desesperación. Hubiérase dicho que buscaba deliberadamente los conflictos. Casi desde los días de la revolución de Febrero, venían los obreros y empleados ferroviarios exigiendo el aumento de los salarios. Una Comisión sucedía a otra; nadie les daba respuesta. La situación de los ferroviarios se hacía insostenible. Los conciliadores calmaban a la gente; el "Vikjel" la contenía. Pero el 24 de septiembre se produjo la explosión. Hasta entonces no se dio cuenta de la situación el gobierno; se hicieron algunas concesiones a los ferroviarios, y la huelga, que se había extendido a gran parte de las líneas, terminó el 27.

Durante los meses de agosto y septiembre, la situación, desde el punto de vista de las subsistencias empeora rápidamente. En los días de la sublevación de Kornílov, la ración de pan había sido ya reducida en Moscú y Petrogrado hasta media libra por día. En el distrito de Moscú se daban no más que dos libras semanales. La región del Volga, el sur, el frente, todas las regiones del país, atravesaban una aguda crisis de subsistencias. En algunas fábricas de la región textil de las cercanías de Moscú se empezaba ya a sufrir hambre en el sentido literal de la palabra. Los obreros y las obreras de la fábrica Smirnov -el patrono de la misma había sido invitado precisamente aquellos días a desempeñar el papel de inspector del Estado en la nueva coalición ministerial- habían celebrado una manifestación en la vecina ciudad de Orejovo-Zuyevo, con unos cartelones en que se leía: "¡Tenemos hambre! ¡Nuestros hijos están hambrientos! ¡Quién no está con nosotros está contra nosotros!" Los obreros de Orejovo y los soldados del hospital militar de la localidad repartieron sus miserables raciones con los manifestantes: era ésta otra coalición que se alzaba contra la coalición gubernamental.

Los periódicos registraban a diario nuevos focos de colisiones y revueltas; protestaban los obreros, los soldados, las clases humildes de las ciudades. Las mujeres de los soldados exigían el aumento de los subsidios, vivienda, leña para el invierno. La agitación de los "cien negros" buscaba un estímulo en el hambre de las masas. El periódico kadete de Moscú, Ruskie Viedomosti [La Gaceta Rusa], que en otro tiempo había combinado el liberalismo con el propulismo, manifestaba ahora odio y repugnancia hacia el auténtico pueblo. "Se ha extendido por toda Rusia una ola de disturbios..., escribían los profesores liberales. Lo que más dificulta la lucha contra esos disturbios... es el carácter espontáneo e incoherente de los mismos... Puede recurriese a las medidas de represión, al auxilio de la fuerza armada..., pero precisamente esa fuerza armada, personificada por los soldados de las guarniciones locales, es la que desempeña el principal papel en los disturbios... La muchedumbre... se echa a la calle y empieza a sentirse dueña de la situación."

El fiscal de Saratov decía lo siguiente al ministro de Justicia, Maliantovich, que en la época de la primera revolución se consideraba bolchevique: "El mal principal, contra el que no es posible luchar, son los soldados... Los actos de justicia espontáneos, las detenciones y registros arbitrarios, las requisas de todas clases, todo ello, en la mayor parte de los casos, se realiza exclusivamente por los soldados, o con su participación directa." En el mismo Saratov, en las capitales de distrito, en las aldeas, "nadie ayuda en lo más mínimo a la justicia". El fiscal no consigue registrar -tan numerosos son- todos los crímenes cometidos por el pueblo.

Los bolcheviques estaban muy lejos de forjarse ilusiones en cuanto a las dificultades que habían de echarse encima al asumir el poder. "Al propugnar la consigna "Todo el poder a los soviets" -decía el nuevo presidente del Soviet de Petrogrado-, sabernos que no restañará todas las heridas en un instante. Necesitamos un poder análogo a un Comité de sindicato, que da lo que puede a los huelguistas, no oculta nada, y cuando no puede dar, lo reconoce así francamente..."

Una de las primeras sesiones del gobierno fue consagrada a la "anarquía" reinante en provincias, y particularísimamente, en el campo. Se reconoció de nuevo la necesidad de "no detenerse ante las medidas más extremadas". El gobierno descubrió, al mismo tiempo, que la causa de la ineficacia de la lucha contra los desórdenes era la escasa popularidad de que gozaban entre las masas de población campesina los comisarios gubernamentales. Para hacer frente a la situación, se decidió crear con urgencia "comités especiales del gobierno provisional" en todas las provincias en que se produjeran disturbios. En lo sucesivo, los campesinos debían recibir con aclamaciones de entusiasmo a los destacamentos punitivos.

Las fuerzas históricas inexorables arrastraban a los gobernantes al abismo. Nadie creía seriamente en el éxito del nuevo gobierno. El aislamiento de Kerenski era irremediable. Las clases pudientes no podían olvidar su traición a Kornílov. "El que estaba dispuesto a batirse contra los bolcheviques -escribe el oficial cosaco Kakliugin-, no quería hacerlo en nombre y en defensa del gobierno provisional." Kerenski, al mismo tiempo que se aferraba al poder, temía hacer uso de él. La fuerza creciente de la resistencia paralizaba su voluntad. Eludía toda decisión, y evitaba el palacio de Invierno, donde la situación le obligaba a obrar. Casi inmediatamente después de la formación del nuevo gobierno, cedió la presidencia a Konovalov y se marchó al Cuartel general, donde ninguna necesidad tenían de él, y volvió a Petrogrado con el fin exclusivo de abrir el Preparlamento. A pesar de las insistencias de los ministros, el 14 se dirigió de nuevo al frente. Kerenski quería sustraerse al destino que le seguía pisándole los talones.

Konovalov, colaborador inmediato y suplente de Kerenski, se desesperaba, según Nabokov, ante la versatilidad del jefe del gobierno y la absoluta imposibilidad de confiar en su palabra. El espíritu de los restantes miembros del gabinete no se diferenciaba gran cosa del de su presidente. Los ministros se lanzaban recíprocamente miradas de zozobra, esperaban, salían del paso oyendo informes 'y se ocupaban de nimiedades. Al ministro de Justicia, Maliantovich, le preocupaba extraordinariamente, según cuenta Nabokov, que los senadores no recibieran a su nuevo colega Sokolov vestidos de levita. "¿Qué le parece a usted que debe hacerse?", preguntaba desasosegado. Conforme al protocolo introducido por Kerenski, se observaba rigurosamente la prescripción de que los ministros no se llamaran entre sí por el apellido, como simples mortales, sino por el cargo que ocupaban: "Señor ministro tal", como correspondía a los ministros de un poder fuerte. Los recuerdos de los actores parecen una sátira. El propio Kerenski escribía posteriormente, a propósito de su ministro de la Guerra: "Fue aquél el nombramiento más desacertado: en toda la actuación de Verjovski había algo cómico." Pero lo peor es que toda la actuación del gobierno provisional llevaba un sello de comicidad involuntario. Aquella gente no sabía qué hacer. No gobernaba, sino que jugaba a gobernar, de la misma manera que los chicos de la escuela juegan a los soldados, sólo que de un modo mucho menos divertido.

Miliukov ha caracterizado de una manera muy precisa el estado de ánimo del jefe del gobierno en ese período: "En Kerenski, a medida que el terreno vacilaba bajo sus pies, se manifestaban cada vez más claramente los síntomas de ese patológico estado del espíritu que pudiera calificarse, en términos de medicina, de "neurastenia síquica". Sus amigos íntimos sabían desde hacía mucho tiempo que Kerenski, que por las mañanas se hallaba en un estado de decaimiento extremo, pasaba en la segunda mitad del día a un estado de sobrexcitación, bajo la acción de los medicamentos que tomaba." Miliukov explica la especial influencia ejercida sobre Kerenski por el ministro kadete Kischkin, siquiatra de profesión, a causa del acierto con que sabía tratar al paciente. Dejamos la íntegra responsabilidad de estos datos al historiador liberal, que, si bien tenía de su parte todas las posibilidades de conocer la verdad, no siempre hacía de ésta su criterio supremo.

La declaración de un hombre tan allegado a Kerenski como Stankievich confirma, si no la característica siquiátrica, sí la característica sicológica apuntada por Miliukov. "Kerenski me producía la impresión -dice Stankievich- de estar rodeado de vacío y de una extraña tranquilidad como yo no había visto nunca. En torno a él no había nadie más que sus invariables ayudantes. En cambio, no se veía ni la multitud que antes le rodeaba constantemente, ni las Comisiones, ni los reflectores... Surgieron raros momentos de asueto, y tuve ocasión -que pocas veces se daba- de hablar con Kerenski horas enteras, durante las cuales daba muestras de una calma sorprendente."

Toda nueva modificación del gobierno se efectuaba en nombre de un poder fuerte, y todo nuevo Ministerio empezaba en tono mayor para caer en la postración al cabo de pocos días. Tras esto, esperaba el empellón de fuera para hundirse. El empellón lo daba indefectiblemente el movimiento de las masas. La modificación del gobierno, si se deja aparte del engañoso aspecto exterior, se producía siempre en sentido opuesto al movimiento de las masas. El tránsito de un gobierno a otro era completado por tina crisis que cobraba un carácter cada vez más prolongado y doloroso. Cada nueva crisis desgastaba una parte del poder estatal, debilitada la revolución, desmoralizaba a los dirigentes. El Comité ejecutivo, en los dos primeros meses, podía hacerlo uso, incluso llamar normalmente al poder a la burguesía. En los dos meses siguientes, el gobierno provisional, junto con el Comité ejecutivo, aún podía hacer mucho, incluso iniciar la ofensiva en el frente. El tercer gobierno, con un Comité ejecutivo debilitado, era capaz de iniciar la destrucción del Partido bolchevique, pero no de llevarla a cabo hasta sus últimas consecuencias. El cuarto gobierno, surgido tras la crisis más prolongada, ya no era capaz de nada. Apenas nacido, entró en la agonía, esperando, con los ojos abiertos, a su sepulturero.

 

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