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León Trotsky

 

HISTORIA DE LA REVOLUCION RUSA

Tomo II

 

 

Capitulo XXI

La toma de la capital

 

 

Todo cambiaba y todo seguía invariable. La revolución conmovía al país, hacía más profunda su descomposición, asustaba a unos, irritaba a otros, pero aún no se había atrevido a llegar hasta el fin, no había transformado nada. El Petersburgo imperial, más que muerto parecía sumido en un sueño letárgico. La revolución había puesto banderitas rojas en las manos de las figuras de los monumentos de hierro colado de la monarquía.

En las fachadas de los edificios gubernamentales ondeaban enormes pedazos de tela roja. Pero los palacios, los ministerios, los Estados Mayores vivían, al parecer, completamente aparte de las banderas rojas, que, por añadidura, se habían descolorido considerablemente bajo los efectos de las lluvias otoñales. Las águilas bicéfalas con el cetro y la corona habían sido retiradas, o, más frecuentemente aún, cubiertas con un trapo o disimuladas apresuradamente con una mano de pintura. Hubiérase dicho que se habían escondido. Toda la vieja Rusia se había escondido, con las mandíbulas desencajadas por la rabia.

Las ágiles figuras de los agentes de la milicia recuerdan, en los cruces de calles, la revolución, que había barrido a los "faraones", semejantes a monumentos vivos. Rusia hace ya casi dos meses que lleva el nombre de República. La familia zarista se halla en Tobolsk. No; no ha pasado en vano el torbellino de febrero. Pero los generales zaristas siguen siendo generales; los senadores no han dejado de ser senadores; los consejeros secretos defienden su rango; los títulos siguen conservando su vigor; las escarapelas y los gorros ribeteados evocan la jerarquía burocrática, y los botones amarillos con un águila señalan a los estudiantes. Y, sobre todo, los terratenientes siguen siendo tales terratenientes, a la guerra no se le ve el fin y los diplomáticos aliados siguen tirando insolentemente de los hilos que hacen moverse a la Rusia oficial.

Todo sigue como antes, y, sin embargo, todo ha cambiado. Los barrios aristocráticos se sienten abandonados. Los barrios de la burguesía liberal se van acercando más a la aristocracia. El pueblo, patriótico mito antaño, se ha convertido en una terrible realidad. Todo vacila y se hunde bajo los pies. El misticismo hace su aparición en aquellos círculos en que la gente se burlaba poco de las supersticiones de la monarquía.

En vísperas de la revolución de Octubre, adquiría ya carácter general el éxodo -que se había acentuado desde las jornadas de Julio- de la gente que abandonaba el Petrogrado enfurecido y hambriento, para refugiarse en las provincias, donde era mayor la tranquilidad y menores las angustias del hambre. Los bolsistas, los abogados, las bailarinas renegaban de la maldad que se había apoderado de los hombres. La fe en la Asamblea constituyente iba evaporándose de día en día. Gorki, en su periódico, vaticinaba el próximo hundimiento de la cultura. Las familias acomodadas que no habían podido abandonar la capital, intentaban en vano aislarse de la realidad tras los muros de piedra y las verjas de hierro. Los ecos de la tormenta se infiltraban por todas partes: llegaban del mercado, donde todo aumentaba de precio y escaseaba; en la prensa, que se había convertido en un rugido de odio y de miedo; de la calle hirviente, donde a veces se disparaba debajo de las ventanas; por la criada, en fin, que ya no quería someterse humildemente. Por esta parte, acaso, pudiera decirse que la revolución atacaba al punto más sensible: la resistencia de los esclavos domésticos destruía definitivamente la estabilidad de la vida patriarcal.

Y, sin embargo, la rutina cotidiana seguía defendiéndose con todas sus fuerzas. En las escuelas, los alumnos empleaban los mismos manuales de siempre; los funcionarios llenaban hojas y hojas de papel que maldita la falta que le hacían a nadie; los poetas zurcían versos que nadie leía. Las chicas de familias aristocráticas o de comerciantes que llegaban de provincias aprendían música o buscaban novio. El viejo cañón de la fortaleza de Pedro y Pablo anunciaba el mediodía. En el teatro de Marinski se representaba un nuevo ballet, y es de suponer que el ministro de Estado, Terechenko, más fuerte en coreografía que en diplomacia, encontraría tiempo para admirar la habilidad con que se sostenían en las puntas de los pies las bailarinas, y demostrar con ello la estabilidad del régimen.

Los restos de los viejos festines eran muy abundantes todavía, y con dinero se podía adquirir todo. Los oficiales de la Guardia hacían resonar sus espuelas y buscaban aventuras. Sucedíanse sin descanso las juergas desenfrenadas en los reservados de los restauranes de lujo. La supresión del fluido eléctrico a media noche no impedía que florecieran los clubes de juego, donde, a la luz de las bujías, burbujeaba el champaña, los brillantes malversadores de fondos públicos desplomaban a los espías alemanes, no menos brillantes que ellos, los contrabandistas semíticos dejaban chicos a los conspiradores monárquicos, y las cifras astronómicas de las apuestas señalaban simultáneamente las proporciones adquiridas por la disipación y la inflación.

¿Es posible que ese tranvía ordinario, descuidado, sucio, lento, de que cuelga la gente en racimos, vaya de ese San Petersburgo agonizante a los barrios obreros, que viven en una tensión apasionada? Las cúpulas azules y doradas del monasterio de Smolni indican desde lejos el Estado Mayor de la insurrección, instalado allí, en los suburbios de la vieja ciudad, donde acaba la línea del tranvía y el Neva traza una curva brusca hacia el Sur, separando de las afueras el casco de la capital. Ese extenso edificio gris de tres pisos, ese cuartel hasta entonces destinado a la educación de las muchachas aristocráticas, es ahora la fortaleza de los soviets. Los pasillos, largos y resonantes, diríanse creados para enseñar las leyes de la perspectiva. En las puertas de las numerosas habitaciones que se abren a lo largo de los pasillos se conservan todavía las placas de esmalte: "Despacho de los profesores", "Tercera clase", "Cuarta clase", "Vigilante de la clase". Pero al lado de las viejas placas, o cubriéndolas, aparecen hojas de papel, pegadas de cualquier modo, con los jeroglíficos misteriosos de la revolución: CC.PSR.[1], S.D.[2], mencheviques, S.D. bolcheviques, etc. John Reed, tan observador, escribió un letrero en los muros: "Compañeros, en bien de vuestra salud, sed limpios." Sin embargo, nadie, empezando por la naturaleza, observa la limpieza. El Petrogrado de octubre vive bajo una cúpula de lluvia. Las calles, que nadie limpia hace tiempo, están llenas de barro. En el patio del Smolni hay unos charcos inmensos. Las botas de los soldados llevan la suciedad a los pasillos y a las salas. Pero ahora nadie mira hacia abajo, hacia las piernas; todo el mundo mira hacia adelante.

Smolni, impulsado por la apasionada simpatía de las masas, manda de un modo cada vez más firme e imperioso. La dirección central, sin embargo, sólo abarca una pequeña parte de la labor que ha de determinar en conjunto la revolución. En esos días y en esas noches, las fábricas y los cuarteles son los principales laboratorios de la historia. La barriada de Viborg concentra, como en los días de febrero, las fuerzas fundamentales de la revolución; pero a diferencia de aquellos días, cuenta ahora con una potente organización, declarada y reconocida por todos. Partiendo de los barrios obreros, de los restaurantes de las fábricas, de los clubes, de los cuarteles, todos los hilos van a parar el número 33 de la perspectiva Sampsonievskaya, donde están instalados el comité de barriada de los bolcheviques, el Soviet de Viborg y el Estado Mayor de la guardia roja. El barrio se halla completamente en poder de los obreros. Los enemigos no se atreven a asomar por allí. La milicia del barrio se funde con la guardia roja. Si el gobierno aplastara a Smolni, el barrio de Viborg se bastaría por sí solo para reconstituir el centro director y asegurar la continuación de la ofensiva.

El desenlace iba acercándose inexorablemente, pero, hasta el último momento, los dirigentes consideraban, o fingían considerar, que no había motivos particulares de inquietud. La Embajada británica, que -tenía razones suficientes para seguir con toda atención los acontecimientos de Petrogrado, poseía, según el embajador ruso de aquel entonces en Londres, informes fidedignos tocante a la inminencia de la revolución. Buchanan, invitado a almorzar por el ministro de Estado, le dio cuenta de los informes que habían llegado hasta él. Terechenko, sin embargo, le aseguró que no podía suceder "nada por el estilo", pues el gobierno mantenía firmemente las riendas en sus manos. El día siguiente, la Embajada rusa en Londres se enteró de la revolución de Petrogrado por los telegramas de la agencia telegráfica británica.

El patrono minero Auerbach, que en aquellos días visitó al subsecretario Palchinski, le interrogó de pasada, después de hablar de otros asuntos más serios, a propósito de las "nubes negras que se cernían en el horizonte político", y obtuvo una, respuesta completamente tranquilizadora: una tormenta más, que pasará, y volverá el buen tiempo: "Duerma usted tranquilo." El propio Palchinski tuvo que pasar dos o tres noches de insomnio antes de ser detenido.

En estas declaraciones optimistas había, por lo menos, dos partes de ligereza completamente sincera, por una parte de inevitable falsedad convencional. Podrá parecer inverosímil que así fuese, ya que no se trataba de un estado de ánimo general más o menos perceptible, sino de hechos concretos y de mucho peso. No hacía falta, para saber lo que se estaba preparando, poseer una perspicacia particular; no hacían falta, siquiera, los agentes secretos: las sesiones del Soviet de Petrogrado, las asambleas de la guarnición, los artículos de la prensa bolchevista ponían de manifiesto, día por día, el cuadro de la disposición de las fuerzas en la insurrección que venía preparándose. Pero el Dios nacional, siguiendo el ejemplo de Júpiter, priva de la razón a los dirigentes antes de perderlos. Así como así, por otra parte, la privación de que les hacía objeto no suponía gran cosa para ellos, precisamente.

Cuanto mayor era la desconsideración con que Kerenski trataba a los jefes conciliadores, más seguro estaba que en el momento de peligro se presentarían para salvarle y que su ayuda sería sobradamente suficiente. Los conciliadores, por su parte, cuanto más iban acentuándose su debilidad, más cuidadosamente mantenían en torno suyo una atmósfera de ilusiones y de ficción. Con particular celo defendían sus elevadas posiciones en el Comité ejecutivo central, en la cooperación, en los sindicatos ferroviarios y de Correos y Telégrafos, en el Preparlamento. En provincias y en el frente quedaban todavía miles de caudillos locales que, habiendo perdido el contacto con las masas, seguían repitiendo las frases del catecismo conciliador, aliñándolas con amenazas contra los bolcheviques. Los mencheviques y socialrevolucionarios, desde sus torreones, cambiaban palabras de mutuo aliento y disimulando su impotencia, con lo cual, a quien inducían a error era no tanto a los enemigos como a sí mismos.

Naturalmente, lo mismo el gobierno que los jefes del Comité ejecutivo no podían dejar de conocer el profundo descontento de las masas. Pero los políticos de tipo conciliador, que carecen de una comprensión viva de la realidad y de un serio adoctrinamiento teórico, miran con tanto mayor desprecio a las masas grises e ignorantes cuanto más respetuosamente consideran sus propias ocurrencias. La resistencia que parte de abajo se les antoja un simple equívoco: bastará con explicar, ordenar y, en fin, dar con el pie en el suelo enérgicamente.

Pero esa gente podía hacer todo esto en la medida en que disponía del poder. El voluminoso e inservible aparato del Estado, que representaba una combinación del socialista de marzo con el funcionario zarista, había sido inmejorablemente adaptado a los fines del propio engaño. El socialista de marzo tenía que aparecer ante el funcionario como un hombre de Estado poco maduro. El funcionario temía mostrar a los nuevos jefes un respeto insuficiente. Así se creó el tejido de la mentira oficial, en que los generales, los coroneles, los fiscales, los comisarios, los ayudantes y los ayudantillos mantenían el engaño cuanto más cerca se hallaban de la fuente del poder. El jefe de la región militar de Petrogrado, Polkovnikov, procuraba dar informes tranquilizadores, porque en realidad, que no tenía nada de tranquilizadora, hacia de todo punto necesarios tales informes para Kerenski.

Las tradiciones del poder dual acababan de facilitar a los dirigentes ese engaño de sí mismos. Las disposiciones del Estado Mayor de la región, avaladas por el Comité militar revolucionario, eran ejecutadas sin rechistar. Los servicios de centinela en la ciudad se efectuaban con una regularidad perfecta, y es de advertir que desde hacía mucho tiempo no habían sido prestados dichos servicios por los regimientos con tanto celo como ahora. ¿Que la guarnición odia al generalísimo supremo? No; eso es una calumnia de los bolcheviques: en la insurrección pueden participar únicamente los desechos de la guarnición y de los barrios obreros. Toda la democracia organizada, con excepción de los bolcheviques, apoya al gobierno. El rosado nimbo de marzo se convertía, de esta suerte, en un vapor espeso que ocultaba los contornos reales de las cosas.

Hasta después de la ruptura de Smolni con el Estado Mayor, no intentó el gobierno, considerar la situación más en serio: no había ningún peligro grave, naturalmente, pero había que aprovechar la oportunidad que se presentaba para acabar con los bolcheviques. Además, los aliados burgueses ejercían una intensa presión. En la noche del 24, el gobierno, cobrando ánimos, decidió: entregar a los tribunales al Comité militar revolucionario; suspender los periódicos bolcheviques que incitaban a la insurrección; hacer venir tropas de confianza de los alrededores y del centro. Se acordó, en principio, detener al Comité militar revolucionario, pero se dejó para más tarde la ejecución del acuerdo: para una empresa de tanta importancia era menester solicitar previamente la conformidad del Preparlamento.

Los rumores relativos a las decisiones tomadas por el gobierno se difundieron inmediatamente por la ciudad. En la noche del 24 hacían centinela en el edificio del Estado Mayor central, situado al lado del palacio de Invierno, los soldados del regimiento de Pavl, una de las unidades de más confianza con que contaba el Comité militar revolucionario. Los centinelas oyeron y vieron muchas cosas. En presencia de ellos se habló de las detenciones, de llamar a los junkers, de levantar los puentes. Las informaciones eran transmitidas inmediatamente a las barriadas y a Smolni. No siempre se sabía apreciar y utilizar como era debido en el centro revolucionario las informaciones suministradas por ese servicio espontáneo. Pero éste, de todas maneras, desempeñaba un papel insustituible. Los obreros y soldados de toda la ciudad se enteraron de los propósitos del enemigo, y se sintieron más dispuestos que nunca a contestar debidamente al ataque.

En cumplimiento de los acuerdos tomados por la noche, se dio a las academias militares de la capital orden de ponerse en pie de guerra. Dispúsose que el crucero Aurora, cuya tripulación simpatizaba con los bolcheviques, y que estaba anclado en el Neva, se hiciera a la mar para unirse al resto de la escuadra. Se llamó a las tropas de los alrededores: el batallón de choque Tsarskoie-Selo, los junkers de Oranienbaum, la artillería de Pavlosvsk. Se pidió al Estado Mayor del frente septentrional que mandara inmediatamente tropas de confianza a la capital. Como medidas urgentes de prudencia, se ordenó: levantar los puentes del Neva; establecer el control de los automóviles por medio de los junkers; dejar aislados de la red telefónica los aparatos del Smolni; reforzar los centinelas del palacio de Invierno. El ministro de Justicia, Maliantovich, ordenó la detención de los bolcheviques puestos en libertad bajo fianza y que habían vuelto a desplegar una actividad antigubernamental; el golpe iba dirigido principalmente contra Trotsky. El cambio que habían sufrido los tiempos se veía ilustrado de un modo bastante significativo por el hecho de que Maliantovich, al igual que su antecesor Zarudni, había sido uno de los defensores de Trotsky en el proceso del Soviet de Petersburgo de 1905: el carácter de la acusación era el mismo en ambos casos, con la diferencia de que los acusadores democráticos habían añadido a ella el oro alemán.

El Estado Mayor de la región militar desplegaba una actividad particularmente febril en el orden tipográfico. Sucedíanse sin interrupción los documentos, a cual más amenazadores: no se permitirá ninguna actuación en las calles; se exigirán a los culpables severas responsabilidades; "serán destituidos todos los comisarios del Soviet de Petrogrado"; se abrirá un sumario sobre su actuación ilegal, "para entregarlos a un consejo de guerra". Lo que no se indica, sin embargo, en esas órdenes de tono tan resuelto, es quién ha de llevarlas a la práctica. Tampoco perdía estérilmente su tiempo el Comité central ejecutivo en el terreno de las advertencias y de las prohibiciones impresas. Seguíanle el Comité ejecutivo de los campesinos, la Duma municipal, los Comités centrales de los mencheviques y socialrevolucionarios, instituciones todas ellas suficientemente ricas en recursos literarios. En las proclamas que aparecían en las calles se hablaba invariablemente de los funestos actos que estaban preparando un puñado de insensatos, del peligro de combates sangrientos, y de la inevitabilidad de la contrarrevolución.

A las cinco y media de la madrugada se presentó en la imprenta del órgano central de los bolcheviques un comisario gubernamental con un destacamento de junkers y, ocupando las puertas, exhibió una orden del Estado Mayor disponiendo la suspensión inmediata del periódico y la clausura de la imprenta. ¿El Estado Mayor? Pero ¿acaso existe eso todavía? Aquí no se acepta ninguna orden que no venga sancionada por el Comité militar revolucionario. Pero nada se consiguió con esto: las estereotipias fueron destrozadas, y sellado el local. El gobierno pasaba francamente a la ofensiva, y por las trazas, con éxito.

Un obrero y una obrera de la imprenta bolchevista se presentan, jadeantes, en el Smolni: si el Comité les da fuerzas para resistir a los junkers, los obreros harán que salga el periódico. Se encuentra la forma de la primera respuesta que ha de darse al ataque del gobierno. Transmítase al regimiento de Lituania orden de que mande inmediatamente una compañía para defender la imprenta obrera. Los emisarios de esta última insisten en que se llame también el sexto batallón de zapadores, alojados cerca de la imprenta, y amigos seguros. Se da inmediatamente la orden, por teléfono, a los unos y a los otros. Los soldados del regimiento de Lituania y los zapadores se ponen en camino sin pérdida de tiempo. Levántense los sellos del local, se funden de nuevo las matrices, hierve el trabajo. Con un retraso de algunas horas, el periódico prohibido por el gobierno sale a luz bajo la protección de las tropas de un Comité que debe ser detenido.

Al mismo tiempo, el crucero Aurora preguntaba a Smolni si debía hacerse a la mar o permanecer en las aguas del Neva. El Comité anula inmediatamente la orden del gobierno, y se asigna a la tripulación la misión siguiente: "En caso de ataque a la guarnición de Petrogrado por parte de las fuerzas contrarrevolucionarias, el crucero Aurora se procurará remolcadores, vapores y barcazas de vapor." El crucero cumplió con entusiasmo la orden que esperaba.

Estos dos actos, sugeridos por los obreros y los marinos, y que garantizaron su contacto con los soldados, fueron acontecimientos políticos de primera importancia. Se desmoronaban los últimos restos del fetichismo del poder. Los barrios obreros se agitaron. "En seguida se vio con toda claridad -dice uno de los participantes de la lucha- que las cosas estaban ya listas." En realidad, no hacían más que empezar.

La táctica política exige que se exageren los éxitos alcanzados. En un telefonema dirigido a todos los regimientos de la guarnición, el Comité da cuenta de lo sucedido y pone en guardia a su gente contra los peligros que amenazaban al Soviet: "Por la noche, los conspiradores contrarrevolucionarios han intentado llamar a los junkers y a los batallones de choque." Los conspiradores son los órganos del poder oficial. Bajo la pluma de los conspiradores revolucionarios, la distinción resulta inesperada. Pero responde en un todo a la situación y al estado de espíritu de las masas. Eliminado de todas las posiciones, obligado a ponerse con retraso a la ofensiva, incapaz de movilizar las fuerzas necesarias para ello e incluso de comprobar si dispone de ellas, el gobierno lleva a cabo acciones dispersas, irreflexivas e inconexas, que a los ojos de las masas toman inevitablemente el aspecto de ataques perversos. Poner un poco de lacre en las puertas de la redacción bolchevista, como medida militar, no es, en rigor, gran cosa. Pero con eso precisamente hay bastante para imprimir un buen impulso a la insurrección. El telefonema del Comité ordena: "Poner el regimiento en pie de guerra y esperar órdenes." Esta es la voz del poder. Los comisarios del Comité que debían ser eliminados siguen eliminando con redoblada confianza a todos aquellos que juzgan necesario eliminar.

El Aurora en el Neva, no sólo significaba una excelente unidad de combate al servicio de la insurrección; el crucero, además, ponía a disposición del Comité una estación de radio.¡Ventaja inapreciable! El marino Kurkov recuerda: "Trotsky nos ordenó comunicar por radio... que la contrarrevolución había pasado a la ofensiva." La forma defensiva de la comunicación encubría el llamamiento a la insurrección dirigido a todo el país. Desde el Aurora se transmitió por radio a las guarniciones que guardaban las entradas de Petrogrado la orden de que no dejaran avanzar a las fuerzas revolucionarias y que caso de que no bastaran las exhortaciones, hicieran uso de la fuerza. Se ordenó a todas las organizaciones revolucionarias que "estuvieran reunidas con carácter permanente, concentrando en sus manos todos los informes sobre los planes y actos de los conspiradores". No eran pocos los manifiestos que lanzaba asimismo el Comité. Pero las palabras en éste no divergían de los hechos, sino que se limitaban a comentarlos y aclararlos.

El Comité militar revolucionario tomó, no sin retraso, medidas más serias, destinadas a fortificar el Smolni. A John Reed, al abandonar el edificio, a las tres de la madrugada del 24, le llamaron la atención las ametralladoras apostadas en las puertas de entrada y las nutridas patrullas que guardaban los portales y las encrucijadas próximas. "En el barrio de Smolni -escribe Schliapnikov- se observaba un espectáculo que ya me era conocido y que recordaba los primeros días de la revolución de Febrero cerca del palacio de Táurida"; la misma abundancia de soldados, de obreros y de toda clase de armas. En el ancho patio estaba concentrada una enorme cantidad de leña, que podía servir de segura defensa contra el fuego de fusilaría. Los camiones traen víveres y municiones. "Todo el Smolni -cuenta Raskolnikov- estaba convertido en su campamento. Fuera, en las columnatas, cañones. A su lado, ametralladoras... Casi en cada rellano, las mismas Maxim, que parecían cañones de juguete. Y en todos los corredores..., el alegre, ruidoso y rápido trepidar de pasos de los soldados y obreros, marinos y agitadores." Sujánov, que acusa no sin fundamento a los organizadores de la insurrección de la insuficiencia de sus medidas militares, escribe: "Sólo ahora, el 24 por la tarde y por la noche, empiezan a llegar al Smolni destacamentos armados de guardias rojos y de soldados para proteger al Estado Mayor de la insurrección... El 24 por la noche había ya en Smolni algo que se asemejaba a la vigilancia."

No deja de tener importancia este punto. En el Smolni, donde está Viviendo sus últimas horas el Comité ejecutivo, se hallan ahora concentrados todos los centros revolucionarios dirigentes capitaneados por los bolcheviques. Aquí se reúne en este día la importantísima sesión del Comité central de los bolcheviques que ha de tomar las últimas medidas para la organización de la insurrección. Asisten 11 miembros. Lenin no ha abandonado todavía su refugio del barrio de Viborg. Falta a la sesión Zinoviev, que, según la expresión un tanto precipitada de Dzerchinski, "se esconde y no toma parte en el trabajo del partido". Kámenev, colega de Zinoviev, a diferencia de éste, pasa estas veinticuatro horas decisivas en el Estado Mayor de la insurrección. Tampoco asiste a la reunión Stalin, que no deja ni un momento la redacción del órgano central y no aparece por el Smolni. La sesión transcurre, como siempre, bajo la presidencia de Sverdlov. El acta es muy sobria, pero señala todo lo fundamental. Es un documento insustituible para determinar el papel de los dirigentes de la insurrección y la distribución de las funciones entre los mismos.

Ante todo, se adopta la siguiente proposición de Kámenev: "Ningún miembro del Comité central puede salir hoy del Smolni sin un acuerdo especial." Se decide, además, establecer una guardia permanente de los miembros del comité local del partido. El acta dice más adelante: "Trotsky propone que se pongan a disposición del Comité militar revolucionario dos miembros del Comité central para establecer el contacto con los empleados de Correos y Telégrafo y los ferroviarios, y un tercero para observar al gobierno provisional." Se acuerda delegar para Correos y Telégrafos a Dzerchinski, y para ferrocarriles a Bubnov. En un principio, evidentemente, por iniciativa de Sverdlov, se había propuesto que fuera Podvoiski el encargado de observar al gobierno provisional: el acta señala: "Se hacen objeciones contra Podvoiski; se designa a Sverdlov." A Miliutin, tenido por economista, se le encomienda la organización del abastecimiento de víveres durante la insurrección. Las negociaciones con los socialrevolucionarios de izquierda son encomendadas a Kámenev, que tiene forma de parlamentario insustituible, aunque excesivamente contemporizador, claro está, desde el punto de vista bolchevista. Trotsky propone -seguimos leyendo- organizar un Estado Mayor de reserva en la fortaleza de Pedro y Pablo, y designar para este objeto a uno de los miembros del Comité central. Se acuerda: "Encargar del control general a Laschevich y Blagonravov; se encomienda a Sverdlov mantener el contacto constante con la fortaleza."

Por lo que al partido se refiere, todos los hilos se concentraban en las manos de Sverdlov, organizador nato, que conocía como nadie los cuadros del partido. Sverdlov mantenía el contacto entre Smolni y el aparato del partido, proporcionaba los militantes necesarios al Comité militar revolucionario, al cual era llamado en todos los momentos críticos. Como quiera que el Comité estaba compuesto de un número de miembros excesivo, y en parte fluctuante, las medidas más conspirativas se llevaban a la práctica por medio de la Organización militar de los bolcheviques, o de Sverdlov, "secretario general" no oficial, pero no menos efectivo por ello de la insurrección de octubre.

Los delegados bolcheviques llegados esos días para participar en el Congreso de los soviets iban a parar ante todo a Sverdlov y no estaban ni una hora sin tener un trabajo cualquiera. El 24 había ya en Petrogrado algunos centenares de delegados, la mayoría de los cuales era incorporado, en una forma u otra, a la mecánica de la insurrección. A las dos de la tarde se reunieron en el Smolni para oír al ponente del Comité central del partido. Había entre ellos elementos vacilantes que, como Zinóviev y Kámenev, hubieran preferido una política expectativa; había, asimismo, nuevos reclutas sencillamente poco seguros. No es posible pensar siquiera en exponer ante la fracción todo el plan de la insurrección: lo que se dice en una asamblea muy concurrida sale inevitablemente a la superficie. Tampoco se puede prescindir de la apariencia defensiva que se da al ataque, sin suscitar la confusión en la conciencia de algunos regimientos de la guarnición. Pero es necesario dar a entender que bajo la forma defensiva se está desarrollando un ataque a vida o muerte, y que el Congreso no debe hacer otra cosa que dar una forma definitiva a ese ataque.

Apoyándose en los recientes artículos de Lenin, Trotsky demuestra que "el complot no se halla en contradicción con los principios del marxismo", si las condiciones objetivas hacen posible e inevitable la insurrección: "Hay que hacer saltar de un golpe la barrera física con que se tropieza en el camino que conduce al poder..." Hasta ahora, sin embargo, la política del Comité militar revolucionario no ha rebasado todavía el marco de la defensa. "El hecho de garantizar la salida de la prensa bolchevista con ayuda de la fuerza armada o el no permitir que el Aurora abandone las aguas del Neva, ¿son actos de defensa, compañeros?" ¡Sí! En previsión de que al gobierno se le ocurriera detenernos, se han apostado ametralladoras en el tejado del Smolni. "También esto es un acto de defensa, compañeros." El estado de ánimo del auditorio evidenciaba que la transformación dialéctica de la defensa en ataque no dejaba ya ninguna duda a la mayoría. Y ¿qué actitud se ha de adoptar con respecto al gobierno provisional? Si Kerenski intentara no someterse al Congreso de los soviets -contesta el ponente-, la resistencia del gobierno crearía una cuestión "de policía, pero no política".

En este momento llaman a Trotsky para que dé explicaciones a una comisión de la Duma municipal que acaba de llegar. ¿Se propone el Soviet lanzarse a la insurrección? ¿Cómo se mantendrá el orden en la ciudad? ¿Cuál será la suerte de la propia Duma? La cuestión del poder -dice la respuesta- debe ser resuelta por el Congreso de los soviets. "No depende tanto de los soviets como de aquellos que, contra la voluntad unánime del pueblo, mantienen el poder en sus manos", que esto conduzca a una lucha armada. ¿Atracos y violencias de bandas criminales? Hoy mismo se ha publicado una orden del Comité que dice así: "A la primera tentativa de los elementos turbios de provocar alteraciones, atracos, peleas o tirones en las calles de Petrogrado, los criminales serán barridos de la faz de la tierra," Con respecto a la Duma municipal, puede aplicarse el método constitucional: disolución y nuevas elecciones. La Comisión no se marchó satisfecha. Pero, a decir verdad, ¿en qué podía confiar?

A los ojos de Smolni, la visita de los padres de la ciudad, punto de apoyo y esperanza del palacio de Invierno, no era más que una nueva demostración de la impotencia de los dirigentes. "No olvidéis, compañeros -decía Trotsky, al volver a la fracción de los bolcheviques-, que hace pocas semanas, cuando conquistamos la mayoría, éramos sólo una firma, sin imprenta, sin casa, sin secciones, y que ahora una Comisión de Duma municipal viene a presentarse al Comité militar revolucionario detenido."

El estado de ánimo de la fracción se había reforzado considerablemente en la caldeada atmósfera de Petrogrado. El Congreso de los soviets, donde los bolcheviques estarán en mayoría, no podía producir ninguna inquietud, pero había que apoderarse por completo del poder en la capital antes de que se abriera el Congreso. Es preciso dar esa noche el golpe decisivo. En el transcurso de las horas que quedan hay que ocupar el mayor número posible de posiciones ventajosas.

La fortaleza de Pedro y Pablo, que hasta la víspera no había sido conquistada políticamente, pasa a disposición del Comité militar revolucionario. La sección de ametralladoras, la más revolucionaria, se pone en pie de guerra. Se limpian asiduamente las 80 ametralladoras en el muro de la fortaleza para abrir e fuego contra la orilla del río y el puente de Trotsky. Se refuerzan los centinelas de la puerta, repártanse patrullas por el barrio en torno. Pero en las horas ardientes de la mañana se descubre que aún no puede considerarse suficientemente segura la situación en el interior de la fortaleza. Es el batallón de ciclistas el que introduce ese elemento de inseguridad. Ese batallón fue utilizado a su tiempo para sofocar el movimiento de julio, tomó con ímpetu el palacio de la Kchesinskaya, y fue introducido posteriormente en la fortaleza de Pedro y Pablo como una de las unidades de más confianza. El comisario Blagonravov explica que los motociclistas no tomaron parte en el mitin del día anterior, que determinó el destino de la fortaleza: la antigua disciplina se había conservado hasta tal punto en el batallón, que la oficialidad consiguió impedir que los soldados salieran al Patio de la fortaleza durante los discursos de Trotsky y Laschevich. Contando evidentemente con dicho batallón, el coronel Vasiliev, comandante oficial de la fortaleza, sigue haciéndose el valiente, está en comunicación telefónica constante con el Estado Mayor de Kerenski y, según parece, se dispone incluso a detener al comisario del Comité militar revolucionario. ¡No puede tolerarse que este inseguro estado de cosas continúe un minuto más! Por orden del Smolni, Blagonravov sale al encuentro del adversario: se somete al coronel a arresto domiciliario y se quitan los aparatos telefónicos de todos los pabellones de los oficiales. Desde el Estado Mayor gubernamental preguntan con excitación por teléfono por qué calla el comandante y qué ocurre, en general, en la fortaleza. Blagonravov comunica respetuosamente al ayudante de Kerenski que la fortaleza, en lo sucesivo, no acatará más órdenes que las del Comité militar revolucionario, con el que deberá entenderse en adelante el gobierno.

Todas las fuerzas de la guarnición acogen satisfechas la noticia del arresto del comandante. Pero los motociclistas perseveran en una actitud evasiva. ¿Qué se oculta detrás de su silencio sombrío y enigmático: una hostilidad disimulada o las últimas vacilaciones? "Decidimos organizar un mitin especial para los motociclistas -dice Blagonravov- e invitar al mismo a nuestros mejores agitadores, y, en primer lugar, a Trotsky, que goza de autoridad e influencia inmensa entre los soldados." A las cuatro de la tarde todo el batallón se reunió en el local del vecino Circo Moderno. En funciones de oposición gubernamental habló el general Parodelov, al que se tenía por socialrevolucionario. Sus objeciones eran tan prudentes, que parecían equívocas. De ahí que las intervenciones de los representantes del Comité fuesen tanto más aniquiladoras. La batalla oratoria suplementaria en torno a la fortaleza de Pedro y Pablo terminó como era de prever: el batallón aprobó, con sólo 30 votos en contra, la resolución de Trotsky. Otro de los posibles conflictos sangrientos quedaba resuelto antes del combate, y sin sangre.

Desde ahora podía contarse con la fortaleza con tranquila seguridad. Las armas del arsenal eran entregadas sin obstáculos. Ese día recibió fusiles el 180 Regimiento de infantería, desarmado por la parte activa que había tomado en la insurrección en julio. De todos los barrios llegaban camiones al arsenal en busca de armas. "La fortaleza de Pedro y Pablo estaba desconocida", dice el obrero Skorinko. Su tranquilidad, tantas veces cantada, se veía perturbada por el jadeo de los automóviles, el chirriar de los carros, los gritos. Donde el trajín era mayor era en los depósitos... Allí fueron llevados los primeros prisioneros, oficiales y junkers.

Los resultados del mitin en el Circo Moderno se pusieron igualmente de manifiesto en otro aspecto: los motociclistas encargados de ejercer la vigilancia en el palacio de Invierno desde el mes de julio se retiraron de sus puestos de centinela, después de declarar que no estaban de acuerdo con el gobierno ni dispuestos siquiera a guardar el palacio. Era un rudo golpe. Los motociclistas tuvieron que ser sustituidos por junkers. La base militar del gobierno iba quedando limitada cada vez más a las academias de oficiales. Esto no sólo reducía hasta el extremo el ejército del orden, sino que ponía definitivamente al desnudo su composición social.

Desde los barrios obreros, docenas de miles de ojos acechaban al enemigo. Mucho de lo que se escapaba al Comité militar revolucionario lo veía la gente de abajo. Los obreros de los astilleros de Putilov, y no sólo ellos, proponían insistentemente a Smolni que emprendiera inmediatamente el desarme de las academias militares. Si esta medida, después de una preparación cuidadosa, se hubiera llevado a la práctica en la noche del 25, la toma del palacio de Invierno no hubiera ofrecido ninguna dificultad al día siguiente. Si se hubiera desarmado a los junkers, aunque no más fuese que en la noche del 26, una vez tomado el palacio de Invierno, no hubiera tenido lugar la tentativa de contrainsurrección del 29 de octubre. Pero los dirigentes manifestaban aún en muchas cosas una gran "generosidad", que, en realidad, no era más que un exceso de confianza optimista, y no siempre prestaban la debida atención a la voz realista de las masas: en esto también se puso de manifiesto la ausencia de Lenin. Las masas tuvieron que corregir las consecuencias de los errores y dé las negligencias con sacrificios superfluos por ambas partes. Nada hay más cruel, en una lucha seria, que una "generosidad" inoportuna.

Para asestar el golpe decisivo al Comité militar revolucionario, lo único que faltaba al gobierno, como ya se ha dicho, era la sanción del Consejo consultivo de la República. Kerenski, que no deseaba compartir el poder con este organismo, procuraba hacer recaer sobre él el peso de la responsabilidad. En la sesión del Preparlamento, el jefe del gobierno entonó su canto del cisne. En los últimos tiempos, la población de Rusia, y en particular la de la capital, está alarmada: "A diario se incita a la insurrección desde las páginas de los periódicos." Rabochi Put [La Senda Obrera] y Soldat [El Soldado]... Hay que señalar, en especial, los discursos del presidente del Soviet de Petrogrado, Bronstein-Trotsky." En esta ocasión no se trata únicamente de la propaganda de la insurrección, no: "Un grupo que se apellida bolchevique ha emprendido su realización." Pero esta vez el gobierno está dispuesto a poner término a las hazañas de la "chusma". En abril, Kerenski, al hablar del pueblo, le aplicaba el calificativo de "esclavos en rebeldía". Ahora, en vísperas de la insurrección, califica de "chusma" a los obreros y soldados de Petrogrado. En la derecha, aplauden ruidosamente: los patriotas acogen a menudo con entusiasmo las ofensas dirigidas al pueblo. él, Kerenski, ha dado ya orden para que se practiquen las detenciones necesarias. Que se sepa que tiene fuerza con creces. Constantemente están llegando del frente telegramas en que se exige la adopción de medidas decisivas contra los bolcheviques: Kerenski tenía en su cartera telegramas de los comités del ejército, que habían perdido los últimos restos de influencia que tenían entre los soldados. En ese momento, Konovalov entrega al orador un nuevo telefonema del Comité militar revolucionario, dirigido a los regimientos de la guarnición: "Poner el regimiento en pie de guerra y esperar instrucciones." Después de leer el documento, Kerenski dice en tono victorioso: "¡En el lenguaje de la ley y en el lenguaje jurídico, esto se llama estado de insurrección!" Había que ser un jurisconsulto muy sutil para dar con una definición tan feliz. "Los grupos y los partidos -prosigue el jefe del gobierno- que se han atrevido a levantar la mano... serán liquidados de un modo resuelto y definitivo." Toda la sala, salvo el sector de izquierda, aplaude demostrativamente. El discurso acaba con una exigencia: en esa misma reunión, hoy, sin falta, debe decirse al gobierno si puede "cumplir con su deber en la seguridad de contar con el apoyo de esta alta asamblea".

Sin esperar la votación, Kerenski regresó al Estado mayor, convencido, según sus propias palabras, de que antes de una hora recibiría la decisión que, no se sabe para qué, le era necesaria. Sin embargo, las cosas salieron de otra manera. En el palacio de Marinski estuvieron reunidas las fracciones por espacio de cuatro horas para elaborar una fórmula de transacción: aún no comprendían que, si se trataba de alguna transacción, era la de pasar ellos a la nada.

Ninguno de los grupos conciliadores se decidía a identificarse con el gobierno. Dan decía: "Nosotros, los mencheviques, estamos dispuestos a defender al gobierno provisional hasta la última gota de sangre; pero es menester que el gobierno dé a la democracia facilidad de agruparse a su alrededor." Al atardecer, las fracciones de izquierda del Preparlamento, dispersas, desmoralizadas, exhaustas, se unieron sobre la base de una fórmula elaborada por Dan, que hacía recaer la responsabilidad de la insurrección no sólo sobre los bolcheviques, sino también sobre el gobierno, y que exigía la entrega inmediata de las tierras a los Comités agrarios y una acción ante los aliados en favor de las negociaciones de paz. Así, esos políticos tan sólidos, tan pronto respiraron la atmósfera ardiente de la insurrección, empezaron a dar los saltos más inverosímiles. Era inútil: las masas se daban cuenta apenas de su existencia. Prometieron una ayuda incondicional al gobierno los kadetes y los cosacos; esto es, aquellos grupos que se disponían a aprovechar la primera ocasión para derribar a Kerenski.

En el mismo momento en que en el palacio de Marinski andaban buscando una fórmula de salvación, reuníase en el Smolni el Soviet de Petrogrado para informarse de los acontecimientos. El objetivo político de esa reunión consistía, aún más que en la celebrada durante el día por la fracción bolchevista del Congreso, en estudiar con más detalle el ataque contra el gobierno, que se preparaba para aquella noche, sin dejar de conservar el apoyo completo de la mayoría de la guarnición y la neutralidad de la minoría. El ponente recuerda nuevamente que el Comité militar revolucionario ha surgido "no como órgano de la insurrección, sino para la defensa de la revolución". El Comité no había permitido a Kerenski que sacara de Petrogrado las tropas revolucionarias, y había tomado bajo su defensa a la prensa obrera. "¿Es esto una insurrección?" El Aurora está hoy en el mismo sitio en que estaba anoche. "¿Es esto una insurrección? " Mañana se abre el Congreso de los soviets. El deber de la guarnición y de los obreros está en poner todas sus fuerzas a disposición del Congreso. "Sin embargo, si el gobierno, en el transcurso de las veinticuatro o cuarenta y ocho horas de que dispone, intenta dar una puñalada por la espalda a la revolución, declaramos nuevamente que el destacamento avanzado de la revolución responderá al golpe con el golpe y al hierro con el acero." Esta amenaza declarada es, al mismo tiempo, la tapadera política del golpe que debe asestarse por la noche.

Trotsky, como conclusión, comunica que la fracción de los socialrevolucionarios de izquierda del Preparlamento, después de la intervención de hoy de Kerenski y de las negociaciones de cuatro horas, se había presentado en el Smolni, declarando hallarse dispuesta oficialmente a entrar a formar parte del Comité militar revolucionario. En el viraje dado por los socialrevolucionarios de izquierda saluda el Soviet gozosamente el reflejo de otros procesos más profundos: la marcha victoriosa de la insurrección de Petrogrado y las proporciones crecientes tomadas por la guerra campesina.

El Comité militar revolucionario siguió ocupando y ampliando las posiciones fundamentales, designando comisarios para aquellas instituciones que todavía no se hallaban bajo su control. Durante el día, Dzerchinski había entregado al viejo revolucionario Pestkovski un pedazo de papel que venía a ser un nombramiento de jefe de la central telegráfica. "¿Cómo hay que ocupar el telégrafo?", preguntó, no sin asombro, el nuevo comisario. El servicio de vigilancia corre a cargo del regimiento de Keksholm que está a nuestro lado. No necesitaba más explicaciones Pestkovski. Bastó con que dos soldados del regimiento de Keksholm se pusieran, arma al brazo, al lado del conmutador, para llegar a un compromiso temporal con los empleados de Telégrafos, que nos eran adversos, y entre los cuales no había bolcheviques.

A las nueve de la noche, otro comisario del Comité militar revolucionario, Stark, con un pequeño destacamento mandado por el marino Savin, ex emigrante, ocupó la agencia telegráfica del gobierno, y con ello predeterminó el destino, no sólo de aquella institución, sino, incluso, hasta cierto punto, de él mismo, ya que Stark fue el primer director soviético de la agencia, antes de ser nombrado embajador en el Afganistán.

Esas operaciones, ¿podían ser consideradas como actos de violencia, esto es, de ataques de la insurrección? ¿O se trataba "únicamente" de la penetración de los comisarios soviéticos en las instituciones estatales para ejercer el control de su funcionamiento, o, lo que es lo mismo, de episodios del poder dual, aunque, a decir verdad, por carriles bolcheviques y no por los conciliadores, como antes? La pregunta puede parecer, no sin razón, casuística. Pero como máscara de la insurrección, seguía teniendo cierta importancia todavía. Lo cierto es que el mismo hecho de irrumpir un grupo de marinos armados en el edificio de la agencia tenía aún cierto carácter equívoco: no se trataba de la ocupación del establecimiento, sino únicamente de implantar la censura para los telegramas. Por tanto, hasta las primeras horas de la noche del 24 no quedó cortado definitivamente el cordón umbilical de la "legalidad", harto convencional, al decir verdad. El movimiento seguía cubriéndose todavía con los restos de la tradición del poder dual. Mas no por ello dejaba de ser una insurrección.

El gobierno oficial, por su parte, seguía representando el poder. Incluso algunas de las partes de su aparato intentaban asestar golpes al enemigo. Al atardecer, un destacamento de agentes de la Milicia se presentó en la gran imprenta privada donde se editaba el diario del Soviet de Petrogrado, Rabotchi y Soldat [El Obrero y el Soldado], con objeto de recoger la edición. Los obreros de la imprenta, junto con dos marinos que pasaban por allí, se apoderaron inmediatamente del automóvil en que se habían cargado los periódicos, con la particularidad de que se asoció a ellos parte de los agentes de la Milicia. El inspector de está ultima se dio a la fuga. El periódico, así reconquistado, llegó sin novedad a Smolni. El Comité militar revolucionario envió dos pelotones del regimiento de Preobrajenski para que custodiasen la imprenta, cuya administración pasó al Soviet de diputados obreros.

A las autoridades judiciales no se les había ocurrido siquiera penetrar en el Smolni para practicar detenciones: demasiado claro estaba que semejante decisión hubiera significado el comienzo de la guerra civil. En cambio, se efectuó en forma de convulsión administrativa una intentona para detener a Lenin en el barrio de Viborg, donde las autoridades procuraban, por lo común, no asomar las narices. A hora avanzada de la noche, un coronel, acompañado de una decena de junkers, irrumpió por error en un club obrero, en vez de hacerlo en la redacción bolchevista instalada en la misma casa: no se sabe por qué motivo, esos guerreros se imaginaban que Lenin les esperaba en la redacción. Desde el club se dio cuenta inmediatamente de lo que ocurría al Estado Mayor del barrio, desde donde fueron conducidos a la fortaleza de Pedro y Pablo. Así, el ataque contra los bolcheviques iba tropezando a cada paso con nuevas dificultades.

El plan puramente estratégico del Comité militar revolucionario consistía en lo siguiente: para asegurar la conjunción de los marinos del Báltico con los obreros del barrio de Viborg, los marinos armados debían llegar por ferrocarril a la estación de Finlandia, situada en dicho barrio, y ya desde esta plaza de armas, la insurrección, mediante la conjunción sucesiva con los destacamentos de la guardia roja y los regimientos de la guarnición, debía extenderse a los demás barrios de la ciudad y, después de ocupar los puentes, penetrar en el centro para asestar el golpe definitivo. Este proyecto, sugerido, al parecer, por Antonov, estaba basado en la suposición de que el adversario podría ofrecer considerable resistencia. Pero esta suposición quedó bien pronto descartada, con lo que se modificó el plan estratégico. No había necesidad de partir de una plaza de armas limitada, ya que el gobierno ofrecía blanco al ataque en todos aquellos sitios en que los insurrectos juzgaban necesario asestarle el golpe.

Se había convenido llamar a los marinos del Báltico, que era el destacamento más combativo y en el que se combinaba la decisión proletaria con la preparación militar, de manera que llegaran en el momento de reunirse el Congreso de los soviets. Hacer venir antes a la palestra de Petrogrado a los marinos armados de Cronstadt y de Helsingfors, hubiera sido tanto, en el fondo, como declarar iniciada la insurrección. Por este motivo no se les dio la señal hasta el último momento, el día 24, con algún retraso, según se vio después, respecto del plan de operaciones: en la insurrección, el cálculo del tiempo es todavía más difícil que en la guerra.

Durante el día, llegaron al Smolni dos delegados del Soviet de Cronstadt en el Congreso -el bolchevique Flerovski y el anarquista Yarchuk, que obraba de acuerdo con los bolcheviques-, llevando un mandato firme. En una de las dependencias del Smolni se encontraron con Chudnovski, que acababa de llegar del frente, y fundándose en el estado de espíritu que, según él, reinaba entre los soldados, se pronunciaba contra la insurrección inmediata. "Cuando la discusión estaba en su apogeo -cuenta Flerovski- entró en la habitación Trotsky, el cual, llamándome aparte, me dijo que regresara inmediatamente a Cronstadt: "Los acontecimientos se desarrollan con tanta rapidez, que cada cual debe estar en su sitio..." Esta breve orden me dio la sensación aguda de la disciplina de la insurrección inminente." Cesó la discusión. El impresionable y exaltado Chundnovski dejó aparte sus dudas para participar activamente en la elaboración de los planes de acción. Cuando se hallaban ya en camino, Flerovski y Yarchuk recibieron el siguiente telefonema: "Esta madrugada, las fuerzas armadas de Cronstadt deben defender el Congreso de los soviets." Por la noche, por mediación de Sverdlov, se remitió a Helsingfors un telegrama, dirigido a Smilga, presidente del Comité regional de los soviets de Finlandia. El telegrama estaba concebido en estos términos: "Manda el reglamento." Esto significaba: "Manda inmediatamente 1.500 marinos del Báltico armados hasta los dientes. " La gente del Báltico no podía llegar hasta el día siguiente. Pero no había motivo para aplazar las acciones combativas: con las fuerzas interiores había bastante; por otra parte, todo aplazamiento era imposible: las operaciones estaban en plena marcha. Si se presentan refuerzos del frente en auxilio del gobierno, los marinos llegarán con tiempo suficiente para atacarles por el flanco o por la espalda.

El plan de ocupación de la capital fue elaborado, principalmente, por los elementos de la Organización militar de los bolcheviques. Los oficiales del Estado Mayor de los generales le habrían encontrado muchos defectos, pero esos Estados Mayores no suelen intervenir, de ordinario, en la preparación de levantamientos revolucionarios. Como quiera que fuese, lo más necesario había sido previsto. La ciudad fue dividida en zonas, subordinadas a los Estados Mayores próximos. En los puntos más importantes se concentraron brigadas de la guardia roja ligadas con los regimientos vecinos. Se habían trazado de antemano los objetivos de cada operación, señalándose las fuerzas necesarias para la misma. Todos los participantes de la insurrección, de arriba a abajo, -en esto consistía su fuerza, pero también, hasta cierto punto, su talón de Aquiles-, estaban imbuidos de la convicción de que la victoria se conseguiría sin sacrificios.

¿Cómo registrar esos movimientos nocturnos de pequeños destacamentos, esos choques incruentos, y las decenas de episodios inesperados que surgen en el proceso de la realización del plan como consecuencia de su propia incoordinación, o de la resistencia, si no del enemigo, de las circunstancias exteriores? La historia, que durante mucho tiempo había venido contando por décadas, luego por meses y días, cuenta ahora por minutos. Todos los que han de tomar parte en la lucha se hallan agitados por una fiebre nerviosa. Nadie tiene tiempo e observar ni de registrar los hechos. Verdad es que en los centros directivos de la insurrección hay gente en los teléfonos. Pero los informes que llegan hasta ellos no siempre se registran en el papel, y, si se registran, es negligentemente, y las notas, por añadidura, se pierden. Los recuerdos posteriores son escasos y no siempre precisos, toda vez que en la mayor parte de los casos proceden de participantes accidentales o de observadores. Los obreros, marinos y soldados, inspiradores y directores efectivos de las operaciones encaminadas a ocupar la capital, fueron los primeros que se pusieron al frente de los destacamentos del Ejército rojo, y en su mayoría no tardaron en perecer en los distintos escenarios de la guerra civil. El investigador, al querer establecer la sucesión de los episodios tácticos, tropieza con una gran confusión, que las reseñas de los periódicos acaban de acentuar. A veces tiene uno la impresión de que apoderarse de Petrogrado en el otoño de 1917 resultó más fácil que restaurar ese proceso catorce años después. No hay más remedio que reconciliarse con la idea de que hasta el relato histórico más escrupuloso tiene siempre un carácter aproximativo. Pero, en fin de cuentas, ¿no basta con presentar la mecánica general del desarrollo de los acontecimientos?

Para impedir el ataque, el Estado Mayor, como recordamos, había dado orden de levantar los puentes del Neva. Esta medida, adoptada por la monarquía en todos los momentos críticos, y, por última vez en los días de febrero, estaba dictada por el miedo, completamente fundado, a los barrios obreros. En efecto, a las tres de la tarde, fueron levantados los puentes, a excepción del puente de Palacio, que quedó abierto al tránsito bajo la vigilancia reforzada de los junkers. El hecho de que se levantaran los puentes fue interpretado, acto continuo, por la población como la confirmación oficial de que la insurrección había empezado.

Los Estados Mayores de barrio reaccionaron inmediatamente ante la decisión del gobierno, mandando destacamentos armados a los puentes. Smolni no tuvo que hacer más que dar impulso a esta iniciativa. La lucha por los puentes tenía para ambas partes el carácter de una especie de prueba. Grupos de obreros y soldados armados ejercían presión sobre los junkers y los soldados, ya tratando de persuadirlos, ya con amenazas. Las fuerzas del gobierno acababan por ceder, sin que las cosas llegaran a la colisión directa. Algunos puentes fueron levantados y repuestos varias veces.

El Aurora recibió una orden directa del Comité militar revolucionario: "Restablecer el movimiento en el puente de Nikolaiev, por todos los medios que se hallen a vuestro alcance." El comandante del crucero no accedió, en un principio, a cumplir la orden; pero luego que se hubo procedido a su detención simbólica y a la de todos sus oficiales, condujo sumisamente el buque hacia el puente de Nikolaiev. Los grupos de marinos avanzaron por la orilla. "Mientras el Aurora echaba el ancla ante el puente -cuenta Kurlov-, los junkers habían puesto ya pies en polvoroso. Los marinos tendieron de nuevo el puente y establecieron un servicio de vigilancia. Sólo el puente de Palacio siguió, por espacio de algunas horas, en manos de los centinelas del gobierno."

La ocupación de los puntos estratégicos, técnicos y políticos fundamentales de la ciudad se llevó a cabo durante la noche. Los destacamentos de guardias rojos estaban arma al brazo. Las compañías esperaban órdenes. En muchos regimientos, en las mesas de los suboficiales, en los camastros, en el suelo se oía un rumor ininterrumpido: los soldados reflexionaban a media voz sobre los acontecimientos. El Estado Mayor de la región consiguió reforzar durante la noche, con cosacos y junkers, la vigilancia de algunos establecimientos, en particular de las centrales telefónica y del alumbrado. Pero de nada le sirvió. En aquella noche, cargada de electricidad, los centinelas dispersos aquí y allá se hallaban en constante estado de alarma. Como ya sabemos, el Estado Mayor había dado la orden de cortar la comunicación telefónica con el Smolni. Pero esto duró poco. Bastó con una indicación convincente del comisario del regimiento de Keksholm, para que la comunicación se restableciera. La comunicación telefónica, la más rápida de todas, daba un carácter sistemático y una gran seguridad a los acontecimientos que estaban desarrollándose.

Las operaciones principales empezaron a las dos de la madrugada. Pequeños destacamentos militares formados previamente con núcleos de obreros o marinos armados, ocuparon simultáneamente o de un modo sucesivo, bajo la dirección de los comisarios, las estaciones, la central del alumbrado público, los arsenales y los almacenes de víveres, el Banco del Estado y las grandes imprentas, y se reforzaron los retenes del edificio de Telégrafos y de la central de Correos. En todas partes se dejaba un servicio de vigilancia seguro.

A la compañía del batallón de zapadores, la más fuerte y revolucionaria, se le confió la misión de apoderarse de la estación de Nikolaiev, situada cerca del cuartel. Un cuarto de hora después, la estación era ocupada, sin disparar un tiro, por fuertes patrullas: las fuerzas destacadas en ella se desvanecieron sencillamente en las tinieblas. La noche, fría, estaba llena de rumores sospechosos y de misteriosos movimientos. Reprimiendo la zozobra que agita su ánimo, los soldados detienen en las calles a los transeúntes, examinando escrupulosamente sus documentos. No siempre saben qué hacer, vacilan y dejan pasar adelante a la gente. Pero la confianza aumenta por momentos. Cerca de las seis de la madrugada, los zapadores detienen dos camiones con cerca de 60 junkers, los desarman y los mandan al Smolni.

Se da a ese mismo batallón de zapadores orden de mandar 50 hombres para custodiar el depósito de víveres, 21 para guardar la central eléctrica, y así sucesivamente. Las órdenes, ya del Smolni, ya del centro dirigente del barrio, llegan una tras otra. Nadie hace objeciones ni rechista. Según informa el comisario, las órdenes se cumplen "inmediatamente y con toda precisión". Los movimientos de los soldados adquieren una regularidad que no se había visto desde hacía mucho tiempo. Por quebrantada que esté la disciplina de esa guarnición, completamente inservible desde el punto de vista militar, vuelve a despertar en ella en esa noche la vieja disciplina del soldado, y, por última vez, pone en tensión todos los músculos al servicio de un nuevo objetivo, inmenso, seductor y enigmático.

El comisario Uralov recibió dos órdenes por escrito: una, para ocupar la imprenta del diario reaccionario Ruskaya Volia [La Voluntad Rusa], fundado por Protopopov, último ministro de la gobernación de Nicolás II; otra, para obtener una partida de soldados del regimiento de la Guardia, de Semenov, que seguía teniendo por suyo el gobierno. Estos soldados eran necesarios para ocupar la imprenta; ésta hacía falta para publicar el diario bolchevista, en gran formato y con una tirada copiosa. Los soldados se disponían ya a acostarse. El comisario les expuso el objeto de su misión: "Apenas había terminado, resonaron por todas partes gritos de "¡hurra!". Los soldados se levantaron rápidamente y formaron un estrecho círculo alrededor mío." Un camión, cargado de soldados del regimiento de Semenov, se dirigió a la imprenta. En la sala de rotativas se reunió rápidamente el turno de noche de los obreros. El comisario les explicó el objeto de su visita. "Aquí, como en el cuartel, los obreros contestaron con gritos de "¡hurra!" y de "¡vivan los soviets!". Así fue cómo se llevó a cabo la ocupación de instituciones y establecimientos. No fue menester el empleo de la fuerza, puesto que no había resistencia. Las masas insurreccionadas echaban a un lado de un codazo, sin esfuerzo casi, a sus amos de ayer.

El jefe de la zona militar, Polkovnikov, comunicó por la noche al Cuartel general y al Estado Mayor del frente del norte lo siguiente: "La situación de Petrogrado es terrible; en las calles no hay colisiones ni desórdenes, pero se están ocupando las instituciones y las estaciones y efectuando detenciones de un modo sistemático... Los junkers Abandonan sin resistencia sus puestos de centinela... No hay ninguna garantía de que no se realice asimismo una tentativa para apoderarse del gobierno provisional." Razón tenía Polkovnikov: no había, en efecto, ninguna garantía.

En los círculos militares se decía que los agentes del Comité militar revolucionario habían robado de la mesa del comandante de Petrogrado el santo y seña de los centinelas de la guarnición. La noticia no tenía nada de inverosímil: la insurrección contaba con un número suficiente de amigos entre el personal subalterno de todas las instituciones. Pero, así y todo, la versión relativa a la sustracción del santo y seña tiene todas las trazas de ser una leyenda surgida en el campo enemigo para explicar la facilidad más que humillante con que se habían adueñado de la ciudad las patrullas bolchevistas. En todo caso, en las declaraciones de los participantes directos de la insurrección no se dice ni una palabra sobre el particular.

Por la noche, se mandó la siguiente orden a la guarnición: detener a los oficiales que no reconozcan la autoridad del Comité militar revolucionario. En muchos regimientos los comandantes habían desaparecido ya, con el propósito de esperar en un sitio seguro durante aquellos días de alarma. En otros regimientos le destituyó o detuvo a los oficiales. En todas partes se formaban comités revolucionarios, que obraban en estrecho contacto con los comisarios. Ni que decir tiene que, desde el punto de vista militar, ese mando improvisado no rayaba a gran altura. Pero, en cambio, era seguro, desde el punto de vista político. Y, en última instancia, donde la cuestión se decidía era en el terreno político.

Hay que hacer constar, sin embargo, que el mando de los distintos regimientos desarrolló, no obstante su inexperiencia, una considerable dosis de iniciativa. El Comité del regimiento de Pavl mandó a sus agentes al Estado Mayor de la región para enterarse de lo que allí pasaba. El batallón químico de reserva seguía atentamente los movimientos de sus inquietos vecinos, los junkers de las academias de Pavl y de Vladimir y los alumnos de la academia de kadetes. Esos soldados desarmaban a menudo de los junkers, con lo que les tenían amedrentados. Gracias al contacto establecido con los soldados de la academia de Pavl, las llaves de las armas fueron a parar a manos del citado batallón.

Es difícil precisar el número de fuerzas que participaron en la ocupación nocturna de la capital, no sólo porque nadie las contó y registró, sino también por el carácter mismo de las operaciones. Las reservas del segundo y del tercer turnos casi se fundían con toda la guarnición. Pero sólo de un modo episódico hubo que recurrir a ellas. Algunos millares de guardias rojos, dos o tres mil marinos -al día siguiente habría muchos más con la llegada de los de Cronstadt y de Helsingfors-, dos docenas de compañías de infantería, tales fueron las fuerzas con ayuda de las que se apoderaron los revolucionarios de las instituciones gubernamentales de la capital.

Las reservas pesadas no fueron necesarias: su existencia, sin embargo, tenía una importancia decisiva. únicamente, contando con la seguridad del apoyo, o por lo menos de la simpatía de la guarnición, podían obrar con tanta confianza las fábricas y las compañías que participaron en la operación. Por su parte, las patrullas gubernamentales dispersas, vencidas de antemano por su propio aislamiento, renunciaron a la idea misma de resistencia.

A las tres y veinte de la madrugada, el menchevique Scher, jefe de la administración política del Ministerio de la Guerra, comunicaba por hilo directo al Cáucaso: "Está celebrándose la reunión del Comité ejecutivo central, y los delegados que han llegado para el Congreso de los Soviets, la mayoría de los cuales son bolcheviques, han tributado una gran ovación a Trotsky. Este ha declarado que confía en el resultado incruento de la insurrección, pues la fuerza está en sus manos. Los bolcheviques se han lanzado a la acción. Se han apoderado del puente de Nikolaiev, donde han sido apostados automóviles blindados. El regimiento de Pavl ha apostado patrullas en la calle Milionaya, cerca del palacio de Invierno, da el alto a todo el mundo, detiene a la gente y manda los detenidos al Instituto Smolni. Han sido detenidos el ministro Kartachov y el administrador del gobierno provisional, Galperin. La estación del Báltico se halla también en poder de los bolcheviques. Si no interviene el frente, el gobierno no tendrá fuerzas para resistir con sólo las tropas de aquí."

La sesión de los Comités ejecutivos a que se refiere la comunicación que acabamos de citar se abrió en el Smolni, después de media noche, en circunstancias extraordinarias. Los delegados al Congreso de los soviets llenaban la sala en calidad de los invitados. Los corredores y las puertas estaban ocupados por fuertes retenes. Capotes, fusiles, papaji[3], ametralladoras en las ventanas. Los miembros de los Comités ejecutivos se asfixiaban en aquella masa compacta y hostil. El órgano supremo de la "democracia" se hallaba prisionero de la insurrección en su propio Smolni. Faltaba la acostumbrada figura del presidente Cheidse. Faltaba el invariable ponente Tsereteli. Asustados por la marcha de los acontecimientos, ambos habían cedido sus puestos responsables una semana antes del combate, y, abandonando Petrogrado, se habían marchado a Georgia, su país natal. Como líder del bloque conciliador quedó Dan. No tenía éste ni la bondad provinciana de Cheidse ni la elocuencia patética de Tsereteli; en cambio, superaba a los dos por su tenaz miopía. Completamente solo en la tribuna presidencial, abrió la sesión el socialrevolucionario Gotz. Dan tomó la palabra, en medio del silencio completo de la sala, silencio que a Sujánov le pareció indolente y a John Reed "casi amenazador". El plato fuerte del ponente fue la reciente resolución del Preparlamento, en que se acusaba a las clases fundamentales de la nación de obrar de acuerdo con sus intereses y no según las recetas de los curanderos democráticos. "Si no tomáis en cuenta esta resolución del Consejo de la República, será tarde", decía Dan, asustando a los bolcheviques con el indiferentismo de las masas, el hambre inevitable y, sobre todo, el fantasma de la revolución sofocada en 1905, "cuando el propio Trotsky se hallaba al frente del Soviet de Petrogrado". Pero no. El Comité ejecutivo central no permitirá que las cosas lleguen hasta la insurrección: "Los bandos beligerantes sólo podrán cruzar sus bayonetas por encima de su cadáver." De la sala parte una exclamación: "¡Su cadáver! ¡Esto ya hace mucho que lo es!" Toda la sala tuvo la sensación de que estas palabras daban en el clavo. Lo que el líder menchevique ofrecía como amenaza retórica era, en realidad, un hecho: por encima del cadáver de la política conciliadora cruzaban sus bayonetas la burguesía y el proletariado.

Trotsky, después de invitar a la Asamblea a que hiciera caso omiso de los lamentables pedantes del Comité ejecutivo, decía a los delegados del Congreso, ante la faz de los enemigos: "Si no vaciláis, no habrá guerra civil, pues el enemigo capitulará inmediatamente, y ocuparéis el lugar que de derecho os corresponde, el puesto de dueños de la tierra rusa." Para nada se necesitaba ya de la máscara de la defensa. En esas horas profundas de la noche la insurrección erguía la cabeza.

El socialrevolucionario de izquierda Kolegaiev, delegado de Kazán, declaró que, en oposición al Comité ejecutivo campesino, su partido había mandado invitaciones a los soviets campesinos locales para el Congreso que había de tomar el poder en sus manos. Los starchina conservadores, los oficinistas cooperadores rurales del Comité ejecutivo, no podían dejar de comprender que la masa fundamental de los campesinos se ponía unánimemente en movimiento para formar al lado del Congreso de los soviets.

Entre los gritos hostiles de los "invitados", el Comité ejecutivo adoptó una resolución aproximadamente igual a la que había votado la mayoría de izquierda del Preparlamento, en la cual se invitaba a la democracia a prestarle apoyo a él, al Comité ejecutivo central, y no se decía ni una sola palabra del gobierno de Kerenski, como si se tratara ya de un difunto. Subrayémoslo: la insurrección tenía que derribar por fuerza un régimen de que se habían apartado en los últimos momentos sus propios inspiradores y partidarios.

La sesión, rica en incidentes, pero pobre en contenido, terminó a las cuatro de la madrugada. Los oradores bolcheviques aparecieron en la tribuna para volver inmediatamente al Comité militar revolucionario, al que llegaban noticias, a cual más favorables, de todos los extremos de la ciudad; los obreros están en la calle; las instituciones gubernamentales son ocupadas una tras otra; el enemigo no ofrece resistencia en ninguna parte.

Suponíase que había refuerzos particularmente considerables en la central de Teléfonos. Pero a las siete de la mañana fue ocupada sin combate, como los demás centros, por los soldados del regimiento de Keksholm. Esto dio una nueva ventaja a los revolucionarios que, no sólo no tuvieron que temer ya, de este modo, por sus propias comunicaciones, sino que se aseguraron, además, la posibilidad de fiscalizar las de sus enemigos. Inmediatamente quedó interrumpida la comunicación telefónica con el palacio de Invierno y el Estado Mayor central. Esta noticia circuló rápidamente por los barrios obreros, provocando una ardiente explosión de entusiasma.

Casi en el mismo instante en que se tomaba posesión de la central telefónica, un destacamento de 40 marinos de la Guardia ocupaba el edificio del Banco de Estado, en el canal de Yekaterina, y distribuía por todas partes sus centinelas, empezando por los teléfonos. En cierto sentido venía a darse una significación simbólica a la ocupación del Banco. Los cuadros del partido se habían educado en la crítica, formulada por Marx, de la Comuna de París de 1871, cuyos directores, como es sabido, no se habían atrevido a poner la mano en el Banco de Estado. "No, no repetiremos ese error", decían los bolcheviques mucho antes del 25 de octubre. Un funcionario del Banco Raltsevich recuerda que "el destacamento de marinos obró con gran decisión" y que la ocupación del Banco se efectuó "sin ninguna resistencia, no obstante hallarse presente un pelotón del regimiento de Semenov".

En esas mismas horas matutinas se procedió a la ocupación de la estación de Varsovia, de la imprenta de la Birjevie Viedomosti [Noticias de la Bolsa] y del puente de palacio, situado bajo las mismas ventanas de las habitaciones de Kerenski. Un comisario del Comité se presentó en la cárcel de "Kresti" y mostró a los soldados del regimiento de Volin que estaban de centinela, la resolución de poner en libertad a los detenidos incluidos en la lista preparada por el Soviet de Petrogrado. La administración de la cárcel intentó inútilmente recibir instrucciones del ministro de Justicia: éste tenía otras cosas que hacer. A los bolcheviques -entre los que se hallaba Roschal, el joven caudillo de Cronstadt- se les devolvió la libertad, e inmediatamente ocuparon sus puestos de combate.

Por la mañana fue conducido a Smolni un grupo de junkers detenido por los zapadores en la estación de Nikolaiev. El grupo había salido en camiones del palacio de Invierno en busca de víveres. Según cuenta Podvoiski: "Trotsky les declaró que serían puestos en libertad si prometían no volver a hacer nada contra el régimen soviético, y que podían reintegrarse a su academia para continuar sus estudios. Tales palabras produjeron un asombro indecible, a aquellos muchachos, que esperaban sangrientas represalias." Aún hoy es difícil decir hasta qué punto haya sido acertada su liberación inmediata. La victoria distaba aún de ser completa, y los junkers representaban la fuerza principal del enemigo. Por otra parte, si se tenía en cuenta el vacilante estado de espíritu reinante en las academias militares, a las que aún no se había desarmado, importaba demostrar prácticamente que el rendirse al enemigo no llevaba aparejada para los junkers ninguna sanción. Los argumentos en uno y en otro sentidos venían a equilibrarse mutuamente.

Desde el Ministerio de la Guerra, que aún no había sido ocupado por los revolucionarios, el general Levitski comunicó por la mañana al general Dujonin, por el hilo directo del Cuartel general lo siguiente: "Los regimientos de la guarnición de Petrogrado... se han pasado a los bolcheviques. De Cronstadt han llegado marinos y un crucero ligero. Los puentes levantados han sido tendidos de nuevo por ellos. Toda la ciudad está cubierta de retenes de la guarnición, pero no hay ninguna acción [!]. La central telefónica está en manos de la guarnición. Las fuerzas que se hallan en el palacio de invierno protegen a éste de un modo puramente formal, ya que han decidido no intervenir activamente. En general, la impresión que tiene uno es la de que el gobierno provisional se halla en la capital de un país enemigo, que ha acabado ya la movilización, pero que aún no ha empezado las operaciones activas." La caracterización general de la situación es, en realidad, excelente, no obstante las inexactitudes parciales. El general se adelanta a los acontecimientos al referirse al arribó de los marinos de Cronstadt, que no habían de llegar a la capital hasta pasadas algunas horas. El puente ha sido tendido de nuevo, en efecto, por el Aurora. Al final de la comunicación se expresa, aunque no con mucha firmeza, la confianza en que los bolcheviques, "que hace ya tiempo tienen la posibilidad efectiva de acabar con todos nosotros.... no se atreverán a ponerse frente a la opinión del Ejército de operaciones". Las ilusiones acerca del frente eran, fuerza es decirlo, lo único que les quedaba a los generales y a los demócratas del interior. La imagen del gobierno provisional, que se hallaba en la capital de un país enemigo, quedará incorporada para siempre a la historia de la revolución, como la mejor explicación del levantamiento de Octubre.

En el Smolni, las reuniones no cesaban de noche ni de día. Los agitadores, los organizadores, los directores de las fábricas, de los regimientos, de los barrios obreros hacían acto de presencia una hora o dos, a veces unos minutos, con objeto de enterarse de las noticias, ver si las cosas marchaban bien y volverse a sus puestos. Fatigados hasta más no poder, los visitantes se quedaban a menudo dormidos en la misma sala de sesiones, apoyando la pesada cabeza contra una blanca columna o contra las paredes de los pasillos, abrazados al fusil, y, a veces, tendiéndose sencillamente en el suelo sucio y húmedo. Docenas de aposentos daban albergue a las reuniones de fracciones, de grupos, de organizaciones diversas. Laschevich recibía a los comisarios militares y les comunicaba las últimas instrucciones. En el local del Comité militar revolucionario, situado en el tercer piso, los informes afluían de todas partes y se transformaban en órdenes: allí latía el corazón de la insurrección.

Todos los barrios tenían sus centros, que reproducían, aunque en menor escala, el espectáculo del Smolni. En el barrio de Viborg, frente al Estado Mayor de la guardia roja, en la perspectiva Sampsonievskaya, se formó un verdadero campamento: la calle estaba llena de carros, automóviles, camiones. Las instituciones del barrio hervían de obreros armados, procedentes de las distintas fábricas. El Soviet, la Duma, los sindicatos, los comités de fábrica, todo, en ese barrio estaba al servicio de la insurrección. Desde las primeras horas de la mañana se celebraban asambleas en los establecimientos industriales y en los cuarteles. Apenas había ya debates políticos; pero todo el mundo quería estar reunido. Los mencheviques y los socialrevolucionarios se mantenían al margen, lo mismo que la administración de las fábricas y los jefes y oficiales de los regimientos. En los mítines se informaba de la situación a las masas, se mantenía la confianza en la victoria, hacíase más intenso el contacto con el Comité militar revolucionario.

A las diez de la mañana, el Smolni juzgó ya posible lanzar a la capital y a todo el país la siguiente comunicación victoriosa: "El gobierno provisional ha sido derribado. El poder ha pasado a manos del Comité militar revolucionario." Semejante declaración era, hasta cierto punto, muy anticipada. El gobierno seguía existiendo aún; por lo menos, en el territorio del palacio de Invierno. Existía el Cuartel general. Las provincias no se habían definido. El Congreso de los soviets no se había abierto; pero los directores de la insurrección no son unos historiadores, y se ven obligados a adelantarse. En la capital, el Comité militar revolucionario era ya dueño absoluto de la situación. La sanción del Congreso no podía ofrecer la menor duda. La provincia esperaba la iniciativa de Petrogrado. El Comité, en un mensaje dirigido a las organizaciones militares del frente y del interior, incitaba a los soldados a vigilar estrechamente la conducta de los jefes y oficiales, a detener a los que no se adhirieran y a no vacilar en recurrir a la fuerza en caso de que se intentara lanzar fuerzas enemigas contra Petrogrado.

El comisario principal del Cuartel general, Stankievich, que había llegado del frente la víspera, hizo por la mañana, al frente de media compañía de junkers de la Academia de Ingenieros, por matar en algo el tiempo, una tentativa para arrojar a los bolcheviques de la central telefónica. Con este motivo, los junkers supieron en qué manos se hallaba la red telefónica. "Ya veis de quién hay que aprender energía -exclama el oficial Sinegub, defensor monárquico de la democracia-; pero ¿de dónde han sacado una dirección tan excelente?" Los marinos, que se hallaban en el edificio de la central, hubieran podido disparar sin dificultad contra los junkers sus fusiles o la ametralladora. Pero los sitiadores no emprenden ninguna operación activa, y los sitiados se limitan a observar y a informar por teléfono al Estado Mayor.

Por iniciativa de Sinegub, se mandan a buscar granadas de mano e incendiarias al palacio de Invierno. Entre tanto, el teniente monárquico se enreda en una discusión ante la puerta con el teniente bolchevique. Las telefonistas, cogidas entre dos fuegos, se dejan llevar de los nervios. En vista de ello, se las deja marchar tranquilamente a casa. Los marinos se encargan de los aparatos como pueden. La llegada de los automóviles blindados, que envían los rojos, resuelve la cuestión sin necesidad de granadas. Stankievich levanta el sitio, después de obtener que se deje paso libre a sus ingenieros.

Por el momento, las armas, puesto que no se emplean, no son más que un signo exterior de la fuerza. Al dirigirse al palacio de Invierno, la media compañía de junkers tropieza con un destacamento de marinos con los fusiles al brazo. Los adversarios se limitan a medirse con la mirada; ni uno ni otro bando quieren combatir: el uno, porque tiene conciencia de su fuerza; el otro, porque la tiene de su debilidad. Pero allí donde se presenta una ocasión favorable, los insurrectos, sobre todo los guardias rojos, se apresuran a desarmar al adversario. Otra media compañía de ingenieros junkers fue rodeada por los guardias rojos y los soldados, desarmada con ayuda de los automóviles blindados y hecha prisionera. Tampoco aquí hubo combate, sin embargo. "Así terminó -atestigua el iniciador- la única tentativa, que yo sepa, de resistencia activa a los bolcheviques." Stankievich se refiere a las operaciones fuera del radio del palacio de Invierno.

A mediodía, las tropas del Comité militar revolucionario ocupan las calles de los alrededores de palacio de Marinski, en el cual estaba instalado el Consejo de la República. Los miembros del Preparlamento se disponían a reunirse. La Mesa, después de "examinar la situación", había realizado una tentativa para obtener las últimas noticias; pero los corazones se encogieron cuando se puso de manifiesto que los teléfonos de palacio no funcionaban. No tardó en detenerse a la puerta un automóvil blindado. Los soldados de los regimientos de Lituania y de Keksholm y los marinos de la Guardia entraron en el edificio y formaron en dos filas a lo largo de la escalera. "Los acostumbrados semblantes inexpresivos, obtusos, rencorosos", dice el patriota liberal Nabokov refiriéndose a los soldados y marinos rusos. El jefe del destacamento propone a los reunidos que abandonen inmediatamente el palacio. "La impresión fue abrumadora", atestigua Nabokov. Los miembros del Preparlamento decidieron retirarse a la mayor rapidez posible. Contra este parecer votaron 48 representantes de la derecha, que ya sabían de antemano que habrían de quedarse en minoría.

Abajo, a la salida, los soldados examinaron los documentos y dejaron salir a todo el mundo. "Los reunidos esperaban que se haría una selección y se procedería a algunas detenciones -dice Miliukov, uno de los que salieron-; pero el Estado Mayor revolucionario tenía otras preocupaciones." Pero no era sólo esto: lo que le pesaba al Estado Mayor revolucionario es que tenía poca experiencia. La orden del Comité decía: detener a los miembros del gobierno, en caso de que estén ahí. Pero no estaban. Los miembros del Preparlamento fueron puestos en libertad sin el menor obstáculo, y entre ellos estaban los que no tardaron en convertirse en organizadores de la guerra civil.

Este Parlamento híbrido, que terminó su existencia doce horas antes que el gobierno provisional, vivió dieciocho días; es decir, el lapso de tiempo comprendido entre el momento en que los bolcheviques se retiraron del palacio de Marinski para echarse a la calle, y la invasión del palacio de Marinski por la calle, armada.

Al abandonar el nefasto edificio, el octubrista Schidlovski se fue a deambular por la ciudad, para seguir de cerca los combates: aquellos señores se imaginaban que el pueblo iba a alzarse para defenderles. Pero no vio combates por ninguna parte. En cambio, según las palabras de Schidlovski, el público de la calle -la multitud selecta de la perspectiva Nevski- se reía a carcajadas: "¿No ha oído usted? Los bolcheviques han tomado el poder. Esto no durará arriba de tres días. ¡Ja, ja, ja!" Schidlovski decidió quedarse en la capital "durante los días que la opinión pública había fijado al reinado de los bolcheviques".

Fuerza es decir que el público de la Nevski sólo empezó a reírse al atardecerá, Por la mañana, su estado de ánimo era tan angustioso, que, en los barrios burgueses, eran muy pocas las personas que se decidían a salir a la calle. A las nueve, el periodista Knijnik se fue a la perspectiva Kamenostrovski para comprar algunos periódicos; pero no encontró a ningún vendedor. En un grupo se decía que los bolcheviques habían ocupado por la noche las centrales de Telégrafos y de Teléfonos y el Banco. Una patrulla de soldados oyó lo que se decía, y pidió a los que hablaban que se abstuviesen de armar bulla. "No había necesidad de tal advertencia, ya que todo el mundo estaba extraordinariamente callado." Pasaban destacamentos de obreros armados. Los tranvías circulaban como de costumbre, es decir, lentamente. "El escaso tránsito que se notaba en las calles me agobiaba", dice Knijnik, refiriéndose a sus impresiones de la Nevski. A mediodía, el cañón de la fortaleza de Pedro y Pablo, sólidamente ocupada por los bolcheviques, tronó absolutamente igual que de costumbre, ni más fuerte ni más flojo. Las paredes y las vallas estaban cubiertas de proclamas poniendo en guardia a las masas contra toda acción. Pero ya aparecían otras anunciando la victoria de la insurrección. No había habido tiempo de pegarlas todas, y se lanzaban desde los automóviles. Las hojas, recién impresas, olían a tinta fresca, como los mismos acontecimientos.

Las patrullas, los automóviles blindados, los destacamentos de obreros armados, las instituciones ocupadas, todo atestiguaba por modo fehaciente que "la cosa había empezado". Pero resultaba que los acontecimientos se desarrollaban de un modo completamente distinto del que se esperaba. Las calles centrales no habían sido invadidas por centenares de miles de obreros de los suburbios. No había choques entre los obreros y las tropas. No había combates. La población empezó a salir a la calle. De atardecida, la alarma era menor en la vía pública que en los días precedentes. La ocupación de las instituciones gubernamentales había terminado. Pero muchas tiendas seguían abiertas: algunas habían cerrado, pero más por prudencia que por necesidad. ¿Dónde estaba la insurrección? Lo que estaba ocurriendo era, sencillamente, el relevo de los centinelas de Febrero por los de Octubre.

Al atardecer, la Nevski estaba atestada más que nunca de aquel público que concedía tres días de vida a los bolcheviques. Los soldados del regimiento de Pavl, aunque dotados de autos blindados y cañones aéreos, ya no inspiraban miedo. John Reed vio cómo unos ancianos, envueltos en ricos abrigos de pieles, enseñaban los puños a los soldados, y cómo las mujeres elegantes les insultaban a gritos. "Los soldados no hacían gran caso de ello, contestando con sonrisas confusas." Era evidente que se sentían un tanto desconcertados en aquella lujosa perspectiva Nevski, que aún no se había convertido en la "perspectiva del Veinticinco de Octubre".

Claude Anet, periodista francés oficioso en Petrogrado, cuyas simpatías iban por completo hacia Kornílov, se asombraba de que aquellos rusos tan inexpertos hicieran la revolución de un modo muy distinto de todo lo que él había leído en los libros. "La ciudad está tranquila." Anet habla por teléfono, recibe visitas, a mediodía sale de casa. Los soldados que le cortan el camino en la Moika marchan en orden completo, "como bajo el antiguo régimen". En la Miliosnaya hay numerosas patrullas. Ningún disparo en ninguna parte. La inmensa plaza del palacio de Invierno está punto menos que desierta. Hay patrullas en la Morskaya y en la Nevski. Los soldados, vestidos irreprochablemente, avanzan con gran prestancia. A primera vista, parece indudable que deben ser los soldados del gobierno. En la plaza de Marinski, por la cual se disponía Anet a entrar en el Preparlamento, le detiene un grupo de soldados y marinos, "a decir verdad, muy amables" [très polis, ma foi]. Las dos calles adyacentes al palacio aparecen interceptadas por automóviles y carros. Hay también un automóvil blindado. Todo ello obedece a las órdenes de Smolni. El Comité militar revolucionario ha repartido patrullas por toda la ciudad. Ha apostado sus centinelas. Ha disuelto el Preparlamento. Reina en la ciudad y ha implantado en la misma un orden "como no se había visto desde la revolución acá". A la noche, la portera comunica a su inquilino francés que el Estado Mayor soviético habían traído los números de los teléfonos a que se podía llamar en cualquier momento para pedir fuerzas armadas en caso de atraco, de registros sospechosos, etc. "Hay que reconocer que nunca nos habíamos visto tan bien guardados."

A las dos y treinta y cinco minutos de la tarde -los periodistas extranjeros miraban el reloj; los rusos no tenían tiempo para ello- se abrió la sesión extraordinaria del Soviet de Petrogrado con un informe de Trotsky, el cual anunció, en nombre del Comité militar revolucionario, que el gobierno provisional había dejado de existir. "Se nos decía que la insurrección ahogaría a la revolución en torrentes de sangre... No sabemos que haya habido ni una sola víctima." La historia no conoce un ejemplo de movimiento revolucionario en que intervinieran masas tan inmensas y que transcurriera de un modo tan incruento. "El palacio de Invierno no ha sido ocupado aún, pero su suerte estará decidida dentro de breves minutos." Las doce horas siguientes pondrán de manifiesto que esta predicción pecaba de optimista.

Trotsky comunica: desde el frente mandan fuerzas contra Petrogrado; es necesario enviar inmediatamente comisarios del Soviet al frente, y a todo el país, para dar cuenta de la revolución efectuada. Del escaso sector de la derecha surgen algunas voces: "¡Está usted adelantándose a la voluntad del Congreso de los soviets!" El ponente contesta: "La voluntad del Congreso está predeterminada por el inmenso hecho de la insurrección de los obreros y soldados de Petrogrado. Ahora, lo único que debemos hacer es desarrollar nuestra victoria." El autor del presente libro escribe en su autobiografía: "Cuando di cuenta del cambio de régimen llevado a cabo durante la noche, reinó por espacio de algunos segundos un silencio tenso... Al entusiasmo irrazonable sucedió la reflexión inquieta. En esto se puso asimismo de manifiesto el certero instinto histórico de los reunidos. Todavía podían esperarnos la resistencia encarnizada del viejo mundo, la lucha, el hambre, el frío, la ruina, la sangre, la muerte. ¿Venceremos?, se preguntaban muchos mentalmente. De ahí el minuto de reflexión inquieta. ¡Venceremos!, contestaban todos. Los nuevos peligros aparecían en una lejana perspectiva. Pero en aquel instante teníamos la sensación de una gran victoria, y esta sensación, que hervía en la sangre, se expansionó en la tempestuosa ovación que se tributó a Lenin cuando, al cabo de casi cuatro meses de ausencia, apareció por primera vez en esta asamblea."

En su discurso, Lenin trazó brevemente el programa de la revolución: destruir el viejo aparato estatal; crear un nuevo sistema administrativo a través de los soviets; tomar medidas para la terminación inmediata de la guerra, apoyándose en el movimiento revolucionario de los demás países; abolir la gran propiedad agraria y conquistar con ello la confianza de los campesinos; instituir el control obrero de la producción. "La tercera revolución rusa debe conducir, en fin de cuentas, a la victoria del socialismo."

 

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[1] Comité central del Partido socialrevolucionario. [NDT.]

[2] Socialdemócratas. [NDT.]

[3] Gorro redondo; ribeteado de piel de carnero. [NDT.]

 

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